Madame Bovary

Madame Bovary
Adaptar una novela no es una tarea fácil, y menos cuando el texto fuente es un clásico de enormes proporciones. Sophie Barthes, la realizadora que trajo la interesante y prometedora «Cold Souls» en 2009, dirige esta adaptación de «Madame Bovary», una película tan sobria y bien realizada como plana y falta de vida. Un nuevo ejemplo del difícil proceso de traslación entre literatura y cine.

Cuando se parte de un material literario se han de tomar muchas decisiones al elaborar el guión. Se tiene que condensar, seleccionar, filtrar, transponer de un lenguaje a otro y, además, determinar cuestiones de ambientación y producción, todo ello sabiendo que inevitablemente la película está destinada a ser comparada con la visión personal que tiene cada espectador sobre el libro. Uno de los grandes caballos de batalla al adaptar cinematográficamente una novela es la cuestión de la fidelidad. Bajo las aparentemente simples preguntas de «¿Qué relación debe tener una película con su fuente original? ¿Debe ser fiel? ¿Puede serlo? ¿Fiel a qué?» que formula Brian McFarlane en su libro teórico «Novel to film» se encuentra realmente la puerta de entrada al campo de estudio cada vez más prolífico de las teorías de adaptación contemporáneas. El título de otro libro, «Adaptaciones como imitaciones: Películas de novelas» de James Griffith, da una idea del tipo de problemática.

Si en algo sufre la película de «Madame Bovary» es de haberse peleado con la cuestión del respeto a su novela fuente hasta caer exhausta. Las cuestiones de McFarlane acerca de fidelidad están plenamente presentes en todas las decisiones tomadas en esta adaptación. El film de Sophie Barthes, sin pretensión de hacer un chiste fácil con la trama, plantea una extraña cuestión: ¿se puede llegar a ser demasiado fiel? Sin entrar en disquisiciones académicas y técnicas de teoría de adaptación, vale la pena echar un vistazo a la obra literaria en su contexto y compararla con el de su transposición fílmica, su imitación, como diría Griffith. En la disputa entre texto y película, en su traslación desde las páginas a la pantalla, hay contenidos múltiples diálogos que no solo se reducen al complejo diálogo entre las distantes figuras de autor y director. Hay uno entre lenguajes y también hay otro entre lector y espectador. Ambos receptores, en este caso separados por el transcurso de siglo y medio y por varios movimientos socioculturales de importancia, manejarán irremediablemente códigos distintos y tendrán contextos y sensibilidades diferentes para establecer este diálogo con las obras.

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La historia de Emma Bovary y sus amoríos adúlteros ha sido enormemente conocida desde 1856, año en que apareció el texto por primera vez en formato serializado en la revista «La Revue de Paris». En muchos aspectos, la novela fue revolucionaria y, aunque nunca se puede decir que una obra es pionera y menos viniendo después de Balzac y su «Comedia humana», Flaubert dio con este libro un golpe en la mesa imponiendo el Realismo literario. «Madame Bovary» prácticamente logró que el Romanticismo quedará trasnochado, tornando anticuado un importante periodo caracterizado por sus emociones exaltadas, su falta de vinculación con el mundo contemporáneo, su tendencia a la idealización y a echar la mirada atrás buscando paraísos perdidos. Un apasionado bovariano como es Mario Vargas Llosa, para resaltar la importancia de este libro de Flaubert, cierra su extenso ensayo «La orgía perpetua» sobre «Madame Bovary» con la sección que titula a modo de conclusión «La primera novela moderna». No ha sido el único en destacar la primordial importancia de «Madame Bovary», no solo por su calidad literaria sino por su carácter rompedor. Nabokov, Henry James, Proust, Julian Barnes, Milan Kundera son otros de los muchos nombres. Además, Clarín con «La regenta» y Tolstói con «Anna Karénina» reivindicaron a su modelo con excepcionales obras inspiradas en «Madame Bovary» y ambas obras rozan la mejor definición de imitación. Dentro de las convenciones y limitaciones de su época, del status quo literario, social, estilístico, temático y de las posibilidades críticas permitidas, Flaubert se arriesgó e innovó.

Sophie Barthes, en «Madame Bovary», no ha tomado ningún riesgo. Al contrario, ha preferido crear un filme de época perfectamente ambientado, filmado con una cámara a la que le gusta el drama y que se muestra incluso mojigata, siendo pudorosa en las escenas de sexo, esquiva en las pocas secuencias que hay de violencia, aprensiva en enseñar la aquí desaparecida agonía del suicidio de Emma y recatada tanto en su lenguaje como en sus emociones. Este acercamiento fílmico sigue casi la letra del texto, pero difícilmente el espíritu.

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Lo que no dicen las letras y comas de «Madame Bovary» es que la novela fue sometida a un proceso judicial en 1857 por obscenidad. Emma, en su incomodidad y aburrimiento con la burguesía de su época y la falta de libertad moral y sexual que marcaba la costumbre, y Flaubert, con su decisión de hacer una novela donde una mujer tuviera voz, protagonismo y psicología, juntos tocaron la fibra sensible de las convencionalidades de su época. La película, obviamente, hace lo opuesto.

Curiosamente la obra de Flaubert ya había pasado por una censura en la revista en la que se publicó, lo suficientemente significativa como para que el autor escribiera una nota de protesta diciendo que la revista «ha juzgado conveniente quitar todavía varios pasajes. En consecuencia, rechazo públicamente la responsabilidad de las líneas que siguen; se ruega pues al lector que no vea en ellas más que fragmentos y no un conjunto […].» Ello no fue suficiente para evitar un juicio por ir contra las buenas costumbres y la religión. Flaubert, aunque según dice la sentencia «cometió el error de perder a veces de vista las normas que todo escritor que se respete nunca debe violar», fue absuelto. Charles Baudelaire y «Las flores del mal» fueron juzgadas poco después por las mismas razones y el poeta simbolista sí fue condenado. Ambos autores, que intercambiaron una interesante correspondencia, se defendieron públicamente el uno al otro y el tiempo los ha ensalzado.

La adaptación de «Madame Bovary» no comete ningún error de perder las buenas costumbres, no viola ningún respeto ni intenta crear un efecto de choque. La película no contiene una voluntad crítica con respecto a la sociedad ni tiene en mente que el espectador contemporáneo poco tiene que ver con el biempensante del XIX. El problema de las decisiones tomadas al adaptar «Madame Bovary» es que, sin saber cómo crear el mismo efecto y sin una clara transposición del contexto social y moral de un lector de mitad del siglo XIX a un espectador inmerso en la sociedad postmoderna, es difícil que las motivaciones de la obra y sus personajes queden claras. La Emma de la película queda entonces condenada a ser un personaje autoindulgente y caprichoso, y la película es relegada a ser leída como un drama de época que poco tiene que decir a una sociedad postindustrial. El filme sirve como recreación artificial para dejar claro que el libro no debe ser visto más como literatura viva y debe ser entendido como pieza de museo. Esto convierte a ambos, película y libro en literatura y cine muerto, parafraseando del término de Peter Brook y de su «teatro muerto» en «El espacio vacío».

En el filme se ha perdido la critica a la pequeña burguesía contenida en la novela, también el cuestionamiento de la moral establecida, una reivindicación de la vinculación del arte con su mundo contemporáneo y, además, la soñadora Emma ha pasado de ser la heroína inconsciente de una revolución literaria y social a ser casi la villana de la obra cinematográfica, la niña inmadura que nunca tiene suficiente. Esta Emma hecha de imágenes ha perdido su idealismo y su quijotesca educación al crecer creyendo en las emociones que narraban las novelas sentimentales de su época, una idealización que le hizo querer vivir la vacía y aburrida realidad de la sociedad burguesa francesa del XIX según las pasiones que había leído.

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Se pueden resaltar otras cuestiones de fidelidad en esta adaptación, como las partes recortadas o los personajes ausentes (la hija de Emma y Charles y la significación que tiene su final en la novela constituirían ya un extenso debate). Son otros aspectos de la problemática al adaptar de un lenguaje a otro, recalcando aún más lo compleja que resulta la traslación de una obra reverenciada como un clásico. Asimismo se puede examinar la idoneidad en la elección de su competente elenco de actores, con Mia Wasikowska interpretando el papel central y secundada por Ezra Miller, Paul Giamatti, Logan Marshall-Green y Rhys Ifans, quienes no hacen nada más que constatar que, en apariencia, ésta debería haber sido una adaptación con cierta chispa y vida.

Sin embargo se puede realizar el análisis opuesto, llevar el argumento en la dirección contraria, y preguntarse hasta qué punto una obra como «Madame Bovary» tiene argumentos y armas para sobrevivir intacta su traslación al cine, si tiene suficientes notas en su voz para retener a un público contemporáneo que maneja otros códigos y preocupaciones socioculturales. Hay múltiples ejemplos donde la chispa sigue viva, como la reciente «Macbeth» con Michael Fassbender, una versión del clásico shakesperiano confeccionada como un drama de época y que, empleando ese mismo planteamiento, logra que las palabras del bardo inglés sigan resonando a través del tiempo. ¿Entonces que le sucede a «Madame Bovary»? ¿Se está volviendo esta obra de Flaubert solo relevante desde un punto de vista histórico? ¿Es posible que Emma se esté quedando sin palabras que decirnos y que esta versión cinematográfica sea un pálido reflejo de este hecho? Sería un terremoto para el canon cultural occidental. O tal vez ésta hubiera sido una buena oportunidad para reflexionar desde otro prisma sobre el concepto de fidelidad y rescatar el alma reivindicativa contenida en la obra de «Madame Bovary».

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Ficha técnica:

Dirección: Sophie Barthes.
Intérpretes: Mia Wasikowska, Ezra Miller, Paul Giamatti y Logan Marshall-Green.
Año: 2014.
Duración: 118 min.