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Dinero, mucho dinero para la guerra
El gasto militar sigue aumentando… Sin embargo, no conocemos con exactitud el presupuesto destinado al ámbito militar. Existe opacidad y formas indirectas de financiar la maquinaria de guerra. Además de corrupción y mucha ineficiencia.

Se atribuye a Joaquín Costa el líder e ideólogo del movimiento “regeneracionista” la expresión: “Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid”. Según el autor de la frase, España había fracasado como estado guerrero tras la debacle militar de 1898. La crítica que realizaba el autor a los costes desmesurados de la guerra de Cuba se repite hoy como un eco casi siglo y medio después. La cosa militar en nuestro país siempre ha estado reservada a una casta dispuesta a defender los intereses de los grupos poderosos. Es por ello que el sistema capitalista no trata mal a la alta oficialidad, puesto que ésta, en algún momento, ha de servir como barrera frente a la revuelta social.  Nuestra historia está plagada de golpes de Estado y guerras civiles promovidas en la mayoría de los casos por las clases pudientes dispuestas a todo por mantener sus privilegios.

La democracia española –lo narra con especial maestría Joan E. Garcés en su libro Soberanos e intervenidos– se siente permanente vigilada por aquellos miembros de la casta que se arrogan el papel de “garantes últimos de los intereses de España”. Es por ésta y por otras razones que conocer cuál es el presupuesto de defensa –es decir, el gasto en armas y afines– ha sido históricamente como completar los doce trabajos de Hércules.  Las cifras reales, que no las oficiales, están guardadas bajo siete llaves y siete candados. No es porque protejan un secreto militar sino porque, en muchas ocasiones, esos presupuestos ocultaban operaciones nada edificantes. La defensa y la guerra son nidos de corrupción, y no solo en nuestro país, también en prácticamente en todos los países del mundo.  Así, los desfalcos que de tanto en tanto asoman, la corrupción, los sobrecostes y los desfases presupuestarios han sido y son, desgraciadamente un hecho cotidiano. 

El penúltimo escándalo acabó imputando en 2023 a un teniente general de la Guardia Civil, el más alto grado militar tras el Rey. Se le acusa de irregularidades en la contratación de obras para más de una decena de cuarteles. No olvidemos que la Guardia Civil tiene un carácter militar, por lo que depende del Ministerio de Defensa. Peor si cabe fue el escándalo de la joya de la tecnología de los astilleros de Navantia. Hace siete años se iniciaba la construcción del “novísimo” submarino S-80, un navío que, una vez entregado a la Armada, se vio que sólo cumplía la mitad de su cometido: era capaz de sumergirse, pero no de emerger; afortunadamente para la tripulación no fue probado en mar abierto. Un fallo estructural en el diseño le hubiera impedido ascender desde el fondo, por lo que hubo que rehacerlo todo. Se resolvió el problema alargando la eslora para mejorar la flotabilidad, pero entonces advirtieron que, al ser más largo, no cabía en el astillero y hubo que alargar éste. Esperamos el momento en que se indique quién es el autor del desaguisado y se deriven las responsabilidades correspondientes, aunque no tememos que el expediente se cierre como “los siete sellos que nadie podía abrir” (Apocalipsis 5:1-14). Es por ello muy importante el trabajo de organizaciones como Centre Delàs d’Estudis per la Pau, que aportan algo de claridad sobre el despilfarro militar y las artimañas que utilizan para ocultar las cifras. 

Pero como se dice, “mal de muchos, consuelo de tontos”; y a este refrán auto justificativo acudió algún alto oficial intentando explicar el fiasco de Navantia. Efectivamente no somos los únicos, ni siquiera somos alumnos aventajados. Todas las grandes naciones, especialmente las Occidentales, acumulan en las dos últimas décadas un reguero de fracasos estrepitosos. La necesidad de abaratar costes para pagar a los intermediarios, la subcontratación de la subcontratación y la falta de control hacen que de tanto en tanto nos enteremos de detalles dignos de la guerra de “Gila”. La cortina de oscuridad con la que los gobiernos suelen ocultar los escándalos asegura la impunidad de los responsables. Por ejemplo, el Reino Unido construyó un portaaviones destinado a ser la “joya de la corona” de su Marina: el Queen Elizabeth debería ser la imagen del renovado Imperio inglés.  Es un navío enorme… pero, a pesar de ser un portaaviones, carece de ellos: sólo tiene 8 de los 48 previstos; aunque, eso sí, está tan sobrado de averías que ha de canibalizar las piezas de su hermano gemelo el Príncipe de Gales. Los dos buques han costado la friolera de 8.300 millones de libras esterlinas. Y mientras, la Royal Navy desguaza fragatas y destructores porque no puede pagar al personal. ¿Y qué decir de la serie de buques de combate litoral (Litoral Combat Ship o LCS) de la clase Freedom, de la Armada de los Estados Unidos? Su costo era tan abrumador que la dotación de misiles por barco tuvo que ser reducida y, por si fuera poco, se dieron cuenta “en pleno proceso de producción” que los buques no tenían defensas antiaéreas eficientes. Otro ejemplo sonado del capitalismo de amiguetes ligado a la guerra ha sido el desarrollo del F-35 de la empresa norteamericana Lockheed-Martin, con un costo de más de 400.000 millones de dólares. Tras 15 años de diseño y proyectos fracasados aún no han resuelto la multitud de problemas arrastra y que la hacen inútil para las misiones previstas.

La máquina militar occidental es enormemente cara y enormemente ineficiente. ¿Cómo entender que un pueblo extremadamente pobre como Yemen sea capaz de plantar cara a Estados Unidos e Inglaterra en el golfo de Adén? Sólo para que tengamos un dato: un misil antiaéreo norteamericano lanzado desde una fragata cuesta 2.000.000 de dólares, mientras que un dron yemení no llega a 2.000. Todo este despilfarro militar no ha servido para nada: los yemeníes siguen atacando barcos mercantes con destino a Israel.

Este abanico de datos abre una reflexión: el PIB de Rusia y Bilelorrusia juntos representan el 3,3% del PIB acumulado de los países de la OTAN y aliados, y, sin embargo, los arsenales occidentales pueden quedar vacíos si se siguen proporcionando armas a fin de mantener operativo el ejército ucraniano. Mientras, el ejército ruso es capaz de disparar en un sólo día tantos obuses como los producidos en todo un mes por todos los países de la OTAN juntos.

La guerra es una ocupación cara. El equipo de combate que transporta un soldado israelí vale de media de 25.000 a 90.000 euros en función del tipo de unidad y características. Asimismo, el gobierno estadounidense gastaba unos 2.100.000 dólares al año por cada soldado desplegado en Afganistán. Todo un desatino. Según cifras oficiales, el costo del despliegue militar español en ese país asiático, al margen de las pensiones (tuvimos 102 muertes en el operativo), alcanzó los 4.000 millones de euros. Vendrían a ser unos 180.000 euros por soldado al año, y eso sin contar que al soldado se le resta cierta cantidad de su sueldo en concepto de uniforme, comida, IRPF o sanidad.

Nuestro país ha entrado, por imposición de la OTAN y de la UE (su brazo político), en una renovada carrera de armamentos. Nos dicen que el objetivo es invertir el 2% del PIB. La realidad es otra muy distinta: el actual gobierno oculta los costos reales de nuestra inversión, por ejemplo en el conflicto de Ucrania. Hemos de reconocer que los métodos son creativos. Por señalar un caso: participamos en el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD). Esta institución ha comprometido financiación para Ucrania por valor de 3.000 millones de euros en el período comprendido entre el 2022 y 2023. El 13 de abril del 2023, la exministra de Hacienda Nadia Calviño firmaba otro acuerdo con el BERD por el que España aportará garantías por valor de 100 millones de euros para ayudar a los municipios ucranianos. Si estos no devuelven el crédito, España responderá con sus activos. Mucho nos tememos que casi siempre serán las pensiones públicas las que se utilicen como garantía en caso de impago. Como señalamos en anteriores reflexiones, ni el Departamento de Estado de Estados Unidos, ni la UE, ni la OTAN ni el Fondo Monetario Internacional auditarán las cuentas del gobierno de Zelensky. La corrupción es de tal magnitud que gran parte de las aportaciones realizadas son desviadas a bolsillos particulares.

Nadie en el parlamento ni el senado pareció darse cuenta. Los unos porque están de acuerdo, los otros porque no quieren malquistarse con los primeros. En el edificio de la carrera de San Jerónimo, el Congreso de los Diputados, están entretenidos con historias de amnistías y banderolas. Aún esperamos que alguien nos indique cuál es el coste para el erario público. ¿Cuánto vamos a recortar de servicios sociales para apoyar a un dictador como Zelensky, que ha encarcelado a gran parte de la oposición y además no convocará nuevas elecciones? 

Además de las ayudas ya referidas, el Fondo Monetario Internacional analizó la posibilidad de apoyar con otros 60.000 millones de euros al régimen de Zelensky. El proyecto se completó una vez superado el veto húngaro. El primer ministro francés habló de proporcionalidad. Según sus cuentas, Francia abonará algo más de 8.000 millones de euros. Los húngaros, a pesar de las enormes presiones sufridas, supieron aprovechar la coyuntura y, apoyándose en el argumento de defender su soberanía, acabaron por no aportar nada a este fondo y recibieron cantidades que le adeudaba la propia UE. Evidentemente la señora Ursula von der Leyen ha señalado que ese no es el ejemplo que seguir. 

Otro coste añadido en esa guerra, y del que ignoramos la aportación española para el 2024, ha sido el Fondo Europeo para la Paz. El mes de abril del año pasado supimos que nuestro país aportaría 320 millones de euros. En el mes de agosto se fijó que el monto económico de este fondo para ejercicios sucesivos rondaría los 20.000 millones de euros en varios ejercicios. Todo ello es dinero aportado para Kiev. Josep Borrell, en otra de sus memorables frases, pidió que el fondo se denominase a partir de ahora “Fondo para la defensa de Ucrania”.

El sistema de financiación para la guerra es enormemente complejo e intrincado. Se parte de una premisa: cuantos más conflictos haya, cuantas más guerras existan, más rentable es la industria militar.  Hacia ese destino se dirige parte de nuestro dinero. Sin darnos cuenta sufragamos el esfuerzo bélico a través de nuestras actividades financieras más comunes. La venta de bonos o acciones, la contratación de seguros…. o ingresando nuestros ahorros en Fondos de Pensiones privados. Esto es así porque la actividad financiera en general carece de controles éticos por parte de sus inversores, o incluso del propio Estado. 

Especial significación tienen los Fondos Privados de Pensiones. En otros países de la UE muchos fondos soberanos son controlados por sus inversores y están obligados a moverse bajo unos principios éticos que impiden la inversión en la industria militar. El Fondo Soberano Noruego, uno de los mayores del mundo, es un ejemplo elocuente. En nuestro país no es así, y la falta de ética económica de la gran banca es de sobras conocida. Tenemos múltiples ejemplos: desde la estafa con las preferentes, las cláusulas suelo, las hipotecas con IRPH, al exceso de comisiones cobradas a los clientes que se ha denunciado ahora en Reino Unido… y un largo etcétera. El escaso o nulo interés de las grandes entidades por respetar determinados códigos morales es la norma, no la excepción. El negocio de la muerte financiado con nuestro dinero alcanza hoy tasas de rentabilidad extraordinarias.

El informe del Centre Delàs, al que antes hemos hecho referencia, identifica un total de 25 aseguradoras que invierten unos 29.767 millones de euros en industrias relacionadas con las armas. Existen también 19 fondos de inversión que tienen activos colocados en empresas armamentísticas. En el período ubicado entre 2014 y 2019, habían invertido 11.969 millones de euros. Las pensiones privadas son otra fuente muy importante de ingresos para la industria militar, puesto que aportaron unos 31.000 millones de euros. Existen, y es justo decirlo, opciones éticas para el sector asegurador, aunque muy limitadas. El gobierno utiliza otras líneas presupuestarias para incrementar la financiación del Ministerio de Defensa o colaborar con la guerra en Ucrania, y que pasan inadvertidas. En ocasiones es avalando créditos, como ya hemos señalado. En otras ocasiones es el ministerio de Industria quien adelanta dinero para la construcción de navíos (fragatas F-100), aviones (Eurofigther) o carros de combate a cargo de presupuestos futuros. Por ejemplo, si vamos al BOE (Real Decreto 1008/2022, de 5 de diciembre), veremos las normas reguladoras de la concesión directa de un préstamo a la empresa Airbus Defence and Space, S.A.U., para el programa Euromale RPAS. Así, el Ministerio de Defensa dice gastar menos de lo que realmente invierte. En otras ocasiones el presupuesto de investigación más desarrollo (I+D) también se dedica a Defensa, al igual que una parte de los fondos Next Generation que gestionan las grandes plataformas financieras y que suelen estar más allá del escrutinio público. Incluso se han dado casos donde el I+D dedicado a enseñanza ha servido para programas de promoción de las Fuerzas Armadas.

Otra forma de financiar la guerra es por medio de la aportación directa al presupuesto de la OTAN: un 5,9% entre 2021 y 2024. Una aportación que, por otra parte, resulta engañosa, pues los barcos construidos ahora (se anuncia una nueva inversión en Navantia por valor de 439 millones de euros) se ponen a disposición de la OTAN, igual que los aviones de combate comprometidos con EEUU (que no se usarán para defender las costas de las islas Canarias, como se dijo, sino para integrarlos en los escuadrones diseminados por Lituania o Rumanía). Por otra parte, lanzados a esta política de ocultamiento que ayuda a reducir el peso del presupuesto del Ministerio de Defensa, Pedro Sánchez, al reestructurar los ministerios en 2020, creó el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, que absorbió los costos y gestión de las pensiones de las Fuerzas de Seguridad del Estado. De manera que, de cara a la opinión pública, las partidas presupuestarias de Defensa se mantenían a niveles razonables, mientras que era la Seguridad Social quien tenía que asumir los costos de los nuevos compromisos.

Vivimos en Estados donde el peso de lo “militar” se convierte en una rémora para el propio desarrollo social. Donde la “casta” que se nutre de las arcas públicas vive oculta bajo un manto de oscuridad, y solo en pocas ocasiones podemos hacer un poco de luz.

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