Sobre el suicidio

Sobre el suicidio
Los suicidas prefiguran los destinos lejanos de la humanidad
«La naturaleza humana tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado,
la alegría, la pena, el dolor;si pasa más allá, sucumbe.»
Goethe, Werther

 

No hará mucho volví a París casi con el solo propósito de ir a hablar con Cioran, pero esta vez con un fin: entrevistarlo. Las otras veces que lo visité llevaba conmigo esta misma, aunque oculta, intención, pero no me atreví. Algo refrenó mis impulsos de publicista. Me rondaban por la cabeza los peligros del periodismo y la cultura de gacetilla. Cioran, sin embargo, irrumpía por encima de su cabello gris alborotado, de su presencia entre aristocrática y sencilla, de su apartamiento voluntario de la vida pública, desde su habitación austera en la que siempre habita una fresca rosa, para mostrarse como un autor peligroso, como él mismo había querido ser: “Un libro debe remover heridas, provocarlas, incluso. Un libro debe ser un peligro”. De manera que no era un autor al que se pudiera anunciar en vallas publicitarias ni colgarle el sambenito de moda alguna, pues la masa de los lectores se apartaría de él cual si fuese la viva imagen de Ahrimán. Así que esta vez la entrevista se hacía realidad, pero por el lado más peligroso y heterodoxo: el suicidio. Escogí el suicidio como tema de la conversación con el autor de Del inconveniente de haber nacido no por simple provocación, sino porque creo que es uno de los ejes en torno a los cuales gira su pensamiento, por ser la más clara imagen del hombre actual y la mejor posición para poner en duda la entera existencia y por ser, como él mismo dice, “el más importante de los temas intemporales”. Entre escéptico y cátaro sin fe, Cioran sueña “con una lengua en la que las palabras, como los puños, rompiesen las mandíbulas” y con «concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento, pero que hiciese pedazos el universo”, para despertar, para despertarnos de las ilusiones, destruirnos las certezas y permanecer insomnes contemplando cómo construimos nuestra propia muerte. La presente entrevista no pretende sino ser un acercamiento al pensamiento de E. M. Cioran.

 

—Sin la idea del suicidio ya me habría suicidado. Con ello quiero decir que, para mí, el suicidio es una idea positiva, que ayuda a vivir. Sin la posibilidad de salir de la vida, esta sería intolerable. En todos los momentos difíciles de mi vida, y no sólo en ellos, he sentido una especie de liberación al pensar en que todo estaba en mi mano, en que era dueño de mi destino. Quizás haya que hablar de orgullo, pero es algo más que orgullo, es una suerte de omnipotencia. Desde el momento en que uno sabe que puede disponer de su vida se convierte en un verdadero Dios. Estoy en contra del orgullo relativo pero no del absoluto; es bueno que el hombre sustituya a Dios, mientras que es mezquino y ridículo decir que se es más inteligente, bueno, dotado, rico, etc. que el vecino. Sin embargo, el orgullo filosófico es, en mi opinión, algo muy bello, dado que es señal de rebelión contra el destino.

Sobre el suicidio

—¿Acaso este orgullo no es como la sonrisa de la hiena mientras devora carroñas o la del camello en pleno desierto? ¿Acaso está orgulloso el hombre de su propio vacío, de su propia nada?

—Sí, puede ser. Pero ahora voy a referirme al aspecto positivo del suicidio. Al suicidio como acto. El cristianismo ha privado al hombre de un recurso extraordinario. El peor crimen del cristianismo es haber condenado este acto, ya que, al hacerlo, ha condenado al hombre. ¿Qué significa pensar en el suicidio? ¿Por qué –me dicen– no se ha suicidado? Porque para mí el suicidio –pese a haber sentido muchas veces la tentación de matarme– no implica la idea de desaparecer, sino la de poder soportar la vida. El suicidio es una especie de salvación. Al pensar “de mí depende el hecho de desprenderme de todo”, se tiene la sensación de ser único y, por consiguiente, uno se sabe libre, en el pleno sentido de la palabra. El cristianismo, pues, le ha quitado al hombre esta gran posibilidad. En este sentido, y no solo en este, el paganismo es infinitamente superior. Siempre me ha fascinado la figura del sabio antiguo. Ese hombre que dice: “Está en mi mano el que todo acabe”. Usted sabe que a mí me gustan mucho Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, los he leído durante toda mi vida. Sin la fe, el cristianismo no sería nada. El paganismo, por el contrario, no es una fe, sino una sabiduría.

No existe sabiduría cristiana, no hay más que una doctrina de la salvación, una fe.

Para un individuo que no tenga fe, como yo, que no es que sea antirreligioso, pero no tengo fe, el cristianismo no puede ayudarle, mientras que el paganismo sí, porque este no pide una adhesión. Propone una forma de vida, solo la propone, no la impone. El cristianismo es una religión de esclavos, no en el sentido social de la palabra, sino en el espiritual y metafísico, de alguien que depende de alguien.

En cualquier caso estoy en contra del cristianismo por otro tipo de razones. Creo que el politeísmo, como visión religiosa, se opone a la intolerancia; la tolerancia no es posible en un sistema monoteísta. Sería contradictorio. Si solo existe un dios no puede haber más que una verdad; si existen más dioses, hay más verdades. En consecuencia, la tolerancia solo se concibe a partir de un cierto escepticismo. No hay verdad absoluta, sino muchas verdades, muchos pareceres. En el politeísmo se toleraban, más o menos, todas las religiones, excepto el cristianismo. ¿Por qué? Porque el cristianismo es intolerante. Todo monoteísmo implica necesariamente intolerancia.

 

—Kierkegaard decía que el cristianismo, en tanto que afirma un dogma y niega los sentidos, afirma la perversión de dicho dogma. En este sentido, podría decirse que es posible hacer una lectura “paganista” –por cuanto tolerante– del cristianismo.

–Lo interesante del cristianismo no es el cristianismo en sí, sino las reacciones que ha suscitado. El interés no reside en el dogma sino en las herejías. El gnosticismo, por ejemplo; yo acepto la gnosis. Pero se podría decir que todo esto son corrientes que se oponen al cristianismo desde su mismo seno. Sin doctrina no hay herejía. Por contra, el politeísmo no implica ninguna idea de herejía, porque no hay verdad absoluta. Sin fe se es un desgraciado en el seno del cristianismo.

 

—¿Qué le llevó a pensar en el suicidio?

—Todo el mundo piensa, en un determinado momento de su vida, en el suicidio. No creo que haya nadie que lo ignore. Le pondré un ejemplo extraordinario. Conocía a una persona, que murió hace poco, con la que mantuve una amistad de veinticinco años. Y tenía ochenta cuando me dijo: “Amigo mío, es la primera vez en mi vida que he sentido la tentación del suicidio.” Me lo dijo como si se tratara de algo monstruoso. Era un hombre muy dotado y muy conocido. Incomprensible, sí, porque cuando yo tenía diecisiete años pensaba constantemente en el suicidio y con el tiempo fue convirtiéndose en una obsesión hasta que se calmó. Él, sin embargo, a pesar de ser filósofo, nunca se planteó esta cuestión. El suicidio no tiene ninguna relación con el nivel intelectual. Cualquier hombre sencillo puede sentir esta tentación. La reflexión sobre el suicidio implica un cierto nivel intelectual, no así el sentimiento del suicidio.

 

—En otra ocasión usted me comentaba: “Quien no ha conocido el insomnio, las noches en blanco (nuits blanches) no puede saber lo que es el suicidio.” ¿Qué relación existe entre estos dos estados?

—Mi teoría es que el 90 por ciento de los suicidios se deben al insomnio. Los médicos no están de acuerdo, pero casi todas las personas obsesionadas por el suicidio que he conocido, sufrían de insomnio, porque… ¿Qué es el insomnio? Es el tiempo infinito. No dormir, y cada segundo, cada minuto existe a lo largo de las horas. Uno siente que el tiempo no pasa, y si esto se prolonga mucho llega a poner en cuestión la vida misma. En lugar de olvidar, al no dormir, todo permanece vivo en la memoria. Y esta imposibilidad de olvidar es una de las causas del suicidio. El hombre no está hecho para tolerar el tiempo, ni física ni psíquicamente, para sentir que cada minuto es realidad y que está solo frente al tiempo que no pasa o que pasa muy lentamente.

Sobre el suicidio

¿Por qué se trabaja? El hombre trabaja para olvidar el tiempo, ya que si pensara sin parar en el paso del tiempo, se volvería loco. El insomnio, sin embargo, supone la obligación, la coerción de registrar ese tránsito lento e interminable del tiempo. Y llega un momento que esta sensación se hace intolerable. Pienso en un poeta que se suicidó por esta causa. Harto de soportar las horas en vela, se levantó de la cama y se tiró por la ventana. Cuando uno no puede dormir siente la necesidad de hacer algo brusco.

Pero si se analiza profundamente el proceso de este individuo, es evidente que está relacionado con el tiempo, y esta relación no supone una reflexión filosófica. Se trata de algo intolerable. Yo mismo lo he experimentado. Toda mi juventud la pasé sin dormir, pero por suerte no tenía nada que hacer, no tenía que trabajar. Mis padres no eran ricos, pero podían financiarme mis insomnios. Sin embargo, si hubiese tenido que trabajar creo que no hubiera tenido la fuerza necesaria para hacerlo. Muy a menudo uno ve gente que debe trabajar y no pega ojo en toda la noche y que ha de hacer un esfuerzo descomunal para continuar activo a la mañana siguiente. Vivimos gracias a la discontinuidad. Uno se acuesta, duerme, se levanta y es como si iniciara una nueva vida. Pero si no duerme, nunca se empieza nada. Entonces vive una continuidad fatal. Y esta continuidad funesta, trágica e insoportable conduce al suicidio. Porque si no se duerme, a las ocho de la mañana se está igual que a las ocho de la tarde del día anterior.

 

—Y todo se cuestiona…

—Todo. Ya que, ¿por qué empezar? ¿por qué trabajar? No tiene sentido. Todo se cuestiona casi automáticamente. Se podría decir que el suicidio como acto es un ininterrumpido re-cuestionamiento de todo.

 

—¿Existe relación entre el suicidio y la melancolía?

—Directa. Sí, es algo fundamental. La melancolía es considerada como un estado mórbido. Desde siempre se ha asociado la melancolía al suicidio. ¿Qué es la melancolía? La melancolía supone también un estado en el que se percibe la brevedad, la nulidad, la vacuidad de todas las cosas. Si se quiere, la melancolía es el estado mórbido –aunque para mí no lo sea– de la reflexión sobre el tiempo. Se es melancólico porque se recuerda el pasado; la imagen del pasado supone una reacción melancólica. Evidentemente, existe la melancolía clínica, que es una enfermedad. En los manicomios, los que se suicidan suelen ser los melancólicos. Todo el mundo es melancólico. Esa es una de las ventajas del hombre. No me imagino ningún animal melancólico, aunque quizás el mono sí lo sea.

 

—¿Es el hombre la única criatura viviente que se suicida?

—Sí, el suicidio es una invención del hombre. Por el suicidio se diferencia de las otras criaturas, de las bestias. Es por esta inmensa posibilidad por la que él posee un lugar privilegiado en la naturaleza. Es un animal, pero un animal que puede dejar de existir.

 

—Sin embargo, hay animales que se suicidan.

—Sí, hay bestias que se suicidan en grupo, por una especie de exceso, de locura. Empero en el hombre, aunque esté loco, existe un momento de reflexión. Se ha dicho que el hombre es un animal racional, pero no es esa la razón. El hombre es único por sus actos. Estoy convencido de que la humanidad acabará… cómo decirlo, no con una especie de suicidio colectivo, sino que el hombre llegará a un estado tal que no podrá seguir soportando la vida. El suicidio se convertirá en su condición normal. El hombre es una anomalía de la naturaleza. El ser humano es una inmensa aventura, y llegará un día en que esta aventura caerá sobre él como una maldición. Comparo al hombre con un genio que da todo cuanto puede y que después está acabado. El hombre está condenado no por la técnica, los accidentes, la guerra atómica, etc., sino por su propia aventura.

El suicidio, en consecuencia, será la respuesta normal al problema de la existencia. Para el hombre, algún día, todo se tornará intolerable. A veces me imagino a los últimos hombres. Serán seres que estarán siempre al borde del suicidio. Y esto porque el hombre ha ido demasiado lejos, ha superado sus propios límites. Todo aquel que se sobrepasa a sí mismo debe sufrir las consecuencias de tal transgresión. El hombre es, en el sentido metafísico de la palabra, un aventurero. Y no puede volver sobre sus pasos. El hombre camina hacia su destrucción porque ése es su destino.

Ningún animal ha salido de su condición. Sólo el hombre lo ha hecho. Y ahora no puede desandar lo andado. Podría salvarse si retornara al estado animal. Pero esto es imposible. En consecuencia, es preciso que siga su camino. Acabará tal vez en la imbecilidad, en la idiotez, pero será la conclusión lógica de un destino genial. El hombre es un monstruo. Y monstruo no es un concepto negativo, sino una idea trágica.

Sobre el suicidio

—Entonces, usted cree que es un contrasentido la concepción chomskiana (que procede de la fe cartesiana en el logos) del hombre como creador, como poieta? Dado que el hombre, según usted, cuanto más avanza en sus trabajos por comprender el mundo más se hunde en la ciénaga de su propia destrucción. A no ser que sea ésta, la autoinmolación, su más alta creación.

—No, yo no comparto esta confianza en la creatividad humana. Pienso que la idea de la maldición es inseparable de la idea del hombre. Es imposible comprender al ser humano sin la idea de maldición. Esta se halla en el interior del hombre. Si este no fuera un animal maldito no tendría interés alguno. ¿El hombre como animal creador? Sí, está bien, puede ser filósofo, poeta, escritor… pero, ¿por qué continuar? Lo importante es el aspecto negativo de la creación. El hombre está comprometido con esa creación que le arruinará. Esto es lo que hace interesante la historia, en tanto que creación del hombre. Hablar de las posibilidades infinitas del hombre no es sino una aberración. Pero algo le empuja a salir de sus límites. En mi opinión, el hombre será víctima de su propia creación. Todo cuanto realiza es anormal, por consiguiente será castigado. ¿Por quién? Por su propio destino. Podría decirse que la bomba atómica es la consecuencia vulgar de esa necesidad de analizarlo todo. Por eso la ecología no tiene sentido, también la es la expresión de la inquietud que siente el hombre ante su insoslayable destino. Se trata de una reacción ingenua. El hombre es un animal demoníaco. Su problema es que no puede ser sabio, quiere serlo pero no lo logra. Hay muchos científicos pero muy pocos sabios. Ese es el drama de la humanidad.

 

—En su concepción del mundo se advierte una disyuntiva radical entre la percepción pasiva y la actividad, el movimiento, dando una clara prioridad a la primera. ¿Es la inactividad uno de sus ideales?

—Mi sueño es la pasividad absoluta. Mi visión del mundo oscila entre la sabiduría y la tragedia. Siento la tentación de la sabiduría, pero, al mismo tiempo, estoy en secreta complicidad con la tragedia. Y ambas son incompatibles entre sí, dado que la sabiduría es la negación de la tragedia. En mi opinión, sin la tragedia es imposible comprender la historia. La sabiduría, por el contrario, significa salir de la historia. Ya le he dicho que me balanceo entre esos dos polos. Es por esta razón que me interesé por la filosofía hindú y comprendí que no era para mí.

—¿Por qué?

—Porque soy demasiado sensible al drama histórico, por el que la filosofía hindú no tiene interés alguno. Cuando me percaté de que este drama me interesaba, dejé de interesarme por aquella filosofía …

 

—¿Cuál es para usted la relación entre suicidio y pasión, emoción?

—Es imposible concebir el suicidio de un individuo indiferente. El suicidio implica pasión, salvo en el caso, raro, de los filósofos paganos que he citado anteriormente. El suicidio corriente está ligado a una sensación de intensidad. No es posible concebirlo de otra manera. Si uno se pega un tiro o se tira al Sena no puede estar en un estado tranquilo. Se hace, como bien dicen los periódicos, “en un momento de desesperación”.

Recuerdo que el primer libro rumano que escribí cuando tenía 20 años se titulaba En la cima de la desesperación. ¿Sabe por qué elegí este título? Pensé en otros muchos, pero ninguno me acababa de gustar. Finalmente me vino a la cabeza el titular de un periódico en el que había leído “X se tiró por la ventana en la cima de la desesperación”, y ese fue el título que puse al libro. Lo cierto es que el suicidio implica o la cima o la sima, las alturas o el abismo, la extrema felicidad o la desesperación.

 

—El suicidio supone un misterio, algo inasible al análisis positivo, científico. ¿Qué piensa de los intentos de explicación científica –sociológicos, psicoanalíticos– del suicidio?

—Personalmente no me interesa ninguna explicación objetiva del suicidio. Encuentro más interesante cualquier confesión escrita por una persona que las estadísticas sociológicas o las consideraciones de los psicoanalistas. Pienso que no se puede sistematizar. Mi único centro de interés es el individuo, el hombre solo ante esa enorme decisión, frente a ese total cuestionamiento de todo lo existente. Hay personas que parecen estar condenadas al suicidio. Como sabrá, tres hermanos de Wittgenstein se suicidaron. Y el propio Wittgenstein estuvo siempre obsesionado por el suicidio; si no lo llevó a cabo fue porque consideró que, con tres suicidas en la familia, no valía la pena. Lo que me interesa es esta predisposición. Lo que empuja al suicidio no son las presiones exteriores, sino una suerte de determinación interior. Conocí a una bella y rica condesa polaca que se suicidó, sin motivo alguno. El suicidio es misterioso. Parte de un sentimiento de imposibilidad pero nadie podrá nunca saber de qué tipo de imposibilidad se trata.

El suicidio es soledad absoluta, que ninguna explicación científica puede dilucidar: el acto individual por excelencia. Es en este sentido que los románticos alemanes hablaban de un “acto genial”. Novalis, Schlegel… Es cierto, el suicidio es un acto genial porque supone la afirmación absoluta de la individualidad. Siempre me han fascinado dos suicidios de la época romántica: el de Carolina von Günderrode, una poetisa alemana que se suicidó en el año 1806, clavándose un puñal en el corazón; y el de Heinrich von Kleist, quien también llevaba el sucidio en él, solo que tenía la obsesión de suicidarse con otra persona. Kleist quería suicidarse con alguien, primero se lo propuso a su prima y a otras personas, al final enco­tró una mujer consintiente…

 

—Con el romanticismo se inaugura una nueva concepción del suicidio. A partir de entonces aparece la figura del suicida que habla, que narra las razones de su autoinmolación.

—En el romanticismo es fundamental la idea del Yo (Fichte, etc.). Esta cuestión, llevada hasta sus últimas consecuencias, no puede evadir el suicidio como posibilidad. Desde el momento en que se reflexiona profundamente acerca del problema del yo, se advierten las formas extremas de esta idea. Así que no es nada extraño que los románticos hayan restablecido la cuestión del suicidio. Después de ellos, quien estuvo obsesionado por el suicidio fue Dostoievsky. Está muy presente en su obra. Él no habla a título personal, sino que proyecta su preocupación en torno a este tema sobre su personaje…

 

—Kirilov…

—Sí, Kirilov, Stavrogin… Kirilov fue demasiado lejos y no le quedaba otra salida más que el suicidio. Aquí se demuestra mi tesis según la cual el hombre que traspasa sus propios límites acaba no teniendo sino una opción. Un tipo como Kirilov ya no era capaz de integrarse a la vida. Veo en él una especie de prefiguración del fin de la humanidad, de los últimos hombres.

Sobre el suicidio

—En el transcurso de otra conversación, mientras paseábamos bordeando el parque de Luxemburgo, usted me comentó que uno de los suicidios que más le habían impresionado había sido el de Otto Weininger. Es conocida la influencia que tuvo este psicólogo en los medios intelectuales y aristocráticos austríacos y alemanes, etc., pero, ¿cuál fue la influencia que el autor de Sexo y carácter ejerció en usted?

—¡Cuando era joven estaba fascinado por Weininger! A los dieciséis años leí su libro Sexo y carácter y ejerció en mí una influencia enorme. Leí todo cuanto se había escrito sobre él. Es un libro muy interesante porque ejemplifica el odio hacia sí mismo. Además, destruyó a la mujer completamente. La aniquiló. Dijo que la mujer no tenía realidad ontológica. Negó a la mujer la condición de ser.

Weininger me trastornó de tal manera que durante años mi única relación con las mujeres fue a través de las putas. Ni siquiera miraba a mis compañeras de curso, solo iba a los burdeles. He necesitado mucho tiempo para librarme de este peso. O, quizás, lo que me salvó fue un cierto escepticismo, escepticismo en tanto que compromiso con la realidad, no en tanto que consecuencia última de todo. De todas formas, el suicidio de Weininger es uno de los más lógicos que jamás haya registrado la historia.

 

—Usted ha hablado en alguna ocasión del aspecto inmoral del suicidio. ¿A qué se refería?

—Este aspecto se ve con toda claridad en el caso de Hitler. Si él no hubiera pensado en el suicidio hubiese capitulado. Sin embargo, este es un tema delicado, aunque muy importante. Se sabe que en 1942, Hitler declaró al jefe del Estado Mayor nazi que habían perdido la guerra. A pesar de esto la continuó hasta la entera destrucción de su país, y no solo de este. ¿Acaso hubiera proseguido sin tener la certeza del suicidio? Este acto comporta casos tan inmorales como el de Hitler. Así que podemos decir que el suicidio puede ser causa de increíbles tragedias. Con esto nos damos cuenta de hasta qué punto es complejo el suicidio. Hitler mismo fue demasiado lejos. En el último discurso que dio en Alemania en 1943 dijo: “Estamos entre el Ser y el No-Ser”. Esta es una cuestión propia de Hamlet, no de un jefe de Estado. Un jefe de Estado no tiene derecho a poner a su pueblo ante esta encrucijada. Hitler impuso su drama personal a la nación. Pero él sabía que tenía el suicidio. Podría decirse que destruyó su país por culpa del suicidio.

Nadie ha planteado las cosas tal y como yo las estoy planteando ahora, pero estoy convencido de que tengo parte de razón, porque incluso para un criminal el suicidio representa una salida “honrosa” de la vida.

 

—Por último, ¿cuál ha sido la reacción de los lectores a raíz de la publicación de Encuentros con el suicidio?

—Desde que publiqué mis reflexiones sobre el tema incluídas en el libro El aciago demiurgo, son muchas las personas que me escriben o me llaman diciendo que van a suicidarse y que les diga qué tienen que hacer. Hace poco me escribió un joven diciendo que iba a suicidarse y me pedía que le aconsejara. Yo no podía decirle que no lo hiciera, puesto que creo que el suicidio es una solución, pero tampoco podía inducirle a matarse. La solución por la que opté fue comunicarle que cada día postergara para el siguiente el hecho de matarse, y así hasta el día en que ya no pudiera aguantar más. En otra ocasión me escribió una mujer extranjera diciendo que quería suicidarse conmigo, que cuando yo lo decidiera ella me acompañaría. No me gustaba nada suicidarme por encargo, y menos con una persona desconocida, que no sabía cómo era. ¡No podría suicidarme con una fea! Además me proponía diversas modalidades para realizarlo. Entre ellas estaba la de hacer un viaje a una isla del Mediterráneo y adentrarse en el mar nadando hasta ahogarnos. Como yo no sé nadar mucho posiblemente no hubiese pasado de los cien metros… Y es que el suicidio tiene aspectos muy grotescos, que lindan con lo cómico.

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