Declaración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana

Preámbulo

Las madres, las hijas, las hermanas, representantes de la Nación, solicitan ser constituidas en Asamblea nacional. Considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han decidido exponer en una solemne declaración los derechos naturales, inalienables y sagrados de la mujer, con el fin de que esta declaración, presente continuamente en la mente de todo el cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y deberes; con el fin de que los actos de poder de las mujeres y los actos de poder de los hombres puedan ser comparados en cualquier momento con el objetivo de toda institución política, y sean más respetados; con el fin de que las reclamaciones de las ciudadanas, basadas en lo sucesivo sobre principios sencillos e incontrovertibles, tiendan siempre hacia el mantenimiento de la Constitución, de las buenas costumbres y de la felicidad de todos.

En consecuencia, el sexo superior, tanto en belleza como en valor –como demuestran los sufrimientos maternales– reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes Derechos de la Mujer y de la Ciudadana.

Artículo I

La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales no pueden estar basadas más que en la utilidad común.

Artículo II

El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la mujer y los del hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistencia a la opresión.

Artículo III

El principio de toda soberanía reside, esencialmente, en la Nación, que no es otra cosa que la reunión de la mujer y del hombre; ningún cuerpo y ningún individuo puede ejercer autoridad alguna que no emane expresamente de esta soberanía.

Artículo IV

La libertad y la justicia consisten en devolver todo cuanto pertenece a otros; así pues, el ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tiene más limitaciones que la tiranía perpetua a que el hombre la somete; estas limitaciones deben ser modificadas por medio de las leyes de la naturaleza y de la razón.

Artículo V

Las leyes de la naturaleza y las de la razón prohíben cualquier acción perjudicial para la sociedad: todo lo que no esté prohibido por estas leyes, sabias y divinas, no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer algo que no se incluya en dichas leyes.

Artículo VI

La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las ciudadanas y ciudadanos deben concurrir, ya sea personalmente o a través de sus representantes, a la formación de dicha ley. Ésta debe ser la misma para todos; todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, al ser iguales ante los ojos de la ley, deben ser admitidos por igual a cualquier dignidad, pues todo empleo público, según sus capacidades sin otras distinciones que las derivadas de sus virtudes y sus talentos.

Artículo VII

Ninguna mujer está excluida de esta regla; sólo podrá ser acusada, detenida o encarcelada en aquellos casos que dicte la ley. Las mujeres obedecen exactamente igual que los hombres a esta ley rigurosa.

Artículo VIII

La ley no debe establecer otras penas que las estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado más que en virtud de una ley establecida y promulgada antes que la comisión del delito y que legalmente pueda ser aplicable a las mujeres.

Artículo IX

A cualquier mujer que haya sido declarada culpable debe aplicársele la ley con todo rigor.

Artículo X

Nadie puede ser molestado por sus opiniones, aun las más fundamentales.

La mujer tiene el derecho a ser llevada al cadalso, y, del mismo modo, el derecho a subir a la tribuna, siempre que sus manifestaciones no alteren el orden público establecido por la ley.

Artículo XI

La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos de la mujer ya que esta libertad asegura la legitimidad de los padres con respecto a los hijos. Cualquier ciudadana puede, pues, decir libremente: “Yo soy madre de un niño que os pertenece”, sin que un prejuicio bárbaro la obligue a disimular la verdad; salvo a responder por el abuso que pudiera hacer de esta libertad, en los casos determinados por la ley.

Artículo XII

La garantía de los derechos de la mujer y de la ciudadana necesita de una utilidad mayor; esta garantía debe instituirse para beneficio de todos y no para la utilidad particular de aquellas a quien se le ha confiado.

Artículo XIII

Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de la administración serán iguales las contribuciones de hombres y mujeres; la mujer participará en todas las tareas ingratas y penosas, por lo tanto debe poder participar en la distribución de puestos, empleos, cargos y honores y en la industria.

Artículo XIV

Las ciudadanas y los ciudadanos tienen derecho a comprobar por sí mismos o por medio de sus representantes la necesidad de la contribución al erario público. Las ciudadanas no pueden dar su consentimiento a dicha contribución si no es a través de la admisión de una participación equivalente, no sólo en cuanto a la fortuna, sino también en la administración pública, y en la determinación de la cuota, la base imponible, la cobranza y la duración del impuesto.

Artículo XV

La masa de las mujeres, unida a la de los hombres para la contribución al erario público, tiene derecho a pedir cuentas a cualquier agente público de su gestión administrativa.

Artículo XVI

Toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos ni la separación de los poderes no puede decirse que tenga una constitución. La constitución no puede considerarse como tal si la mayoría de los individuos que componen la Nación no ha colaborado en su redacción.

Artículo XVII

Las propiedades son para todos los sexos reunidos o separados. Tienen para cada uno un derecho inviolable y sagrado; nadie puede verse privado como patrimonio verdadero de la naturaleza, a no ser que la necesidad pública, legalmente constatada, lo exija de manera evidente y a condición de una justa y previa indemnización.

Epílogo

Mujer, despierta; el rebato de la razón se hace sentir en todo el universo; reconoce tus derechos. El poderoso imperio de la naturaleza ya no está rodeado de prejuicios, de fanatismo, de superstición ni de mentiras. La llama de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad y de la usurpación. El esclavo ha multiplicado sus fuerzas y ha tenido necesidad de recurrir a las tuyas para romper sus cadenas. Una vez libre ha sido injusto con su compañera. ¡Oh mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la Revolución? Un desprecio más patente, un desdén más marcado. En los siglos corruptos sólo habéis reinado sobre las debilidades de los hombres. Vuestro imperio está destruido. ¿Qué os queda?: la convicción de la injusticia de los hombres. La reclamación de vuestro patrimonio que se funda en los sabios decretos de la naturaleza. ¿Qué dudas tenéis ante tan bella empresa? ¿Las buenas palabras del legislador de las bodas de Caná? ¿Teméis que nuestros legisladores franceses, correctores de esa moral largo tiempo sustentada de las ramas de la política que ya no está en vigor os diga: ¿mujeres, qué tenemos en común vosotras y nosotros? Todo, tendríais que responder, si ellos se obstinaran, a causa de su debilidad, en ser inconsecuentes y entrar en contradicción con sus principios. Oponed valerosamente la fuerza de la razón a las vanas pretensiones de su superioridad; reuníos bajo el estandarte de la filosofía; desplegad toda la energía de vuestro carácter y pronto veréis a esos seres orgullosos postrarse serviles a nuestros pies e incluso mostrarse orgullosos de compartir con nosotras los tesoros del Ser Supremo. Cualesquiera que sean las barreras que se os opongan, está en vuestro poder franquearlas, sólo tenéis que proponéroslo. Pasemos ahora al espantoso cuadro de lo que habéis sido en sociedad y puesto que en este momento la educación nacional está en cuestión veamos si nuestros sabios legisladores han pensado correctamente en la educación de las mujeres.

Las mujeres han hecho más mal que bien. El chantaje y el disimulo han sido su patrimonio. Lo que la fuerza les ha quitado, la astucia se lo ha devuelto; han recurrido a todos los resortes de sus encantos y lo más irreprochable no se les resistía: el veneno, las armas; ellas gobernaban tanto en el crimen como en la virtud. El gobierno francés, especialmente, ha dependido durante siglos de la administración nocturna de las mujeres.

No había secreto de gabinete gracias a su indiscreción, embajada, mandato, ministerio, presidencia, pontificado, cardenalato, en fin todo lo que caracteriza la tontería de los hombres ya sea profano o sagrado ha estado sometido a la codicia y ambición de este sexo, otrora despreciable y respetado y ahora, después de la Revolución, respetable y despreciado.

En esta suerte de antítesis ¡qué de observaciones podría ofrecer! Sólo dispongo de un momento para hacerlo, pero este momento llamará la atención de la posteridad más remota. Bajo el Antiguo Régimen todo era vicioso, todo era culpable, pero ¿acaso no se podría percibir la mejoría de las cosas en la consideración misma de los vicios? Una mujer no tenía más necesidad que la de ser bella o amable. Si tenía esas dos cualidades veía cien fortunas a sus pies. Si no sacaba ventaja de ello o tenía un extraño carácter o una filosofía poco común que la llevaba al rechazo de las riquezas, entonces era solamente considerada como una mala cabeza. La más indecente se hacía respetar con oro. El comercio de las mujeres era una especie de industria que se recibía como primera clase, y desde ahora ya no tendrá más crédito. Si lo tuviese, la Revolución habría fracasado y bajo nuevas formas estaríamos totalmente corrompidos. Sin embargo, la razón no puede disimular que cualquier otro medio de hacer fortuna está prohibido para la mujer a la que el hombre compra como compra a los esclavos en las costas de África. La diferencia es grande. Lo sabemos. La esclava manda sobre el señor. Pero si el amo le da la libertad sin recompensa y a una edad en que la esclava ha perdido todos sus encantos ¿qué será de esa desgraciada? Un juguete del desprecio. Incluso las puertas de la Beneficencia le serán cerradas. No es pobre ni vieja, se dice ¿por qué no ha sabido hacer fortuna? Otros ejemplos aún más sangrantes se ofrecen a la razón. Una joven sin experiencia, seducida por el hombre que ama, abandonará a sus padres para seguirle, el ingrato la abandonará al cabo de algunos años y cuanto más haya envejecido ella más inhumana sería la inconstancia de él. Aunque tenga niños, él la abandonará. Si es rico se creerá dispensado de compartir su fortuna con sus nobles víctimas. Si algún compromiso le liga a sus deberes, lo violará confiando en la ley. Si está casado, cualquier otra relación pierde sus derechos. ¿Qué leyes nos quedan por hacer para extirpar el vicio hasta la raíz? La ley de partición de fortuna entre hombres y mujeres y la ley de administración pública. Se concibe fácilmente que aquella que haya nacido en una familia acomodada gana mucho con la igualdad en el reparto. Pero aquella que ha nacido en una familia pobre y que sólo tiene virtudes y mérito ¿cuál es su suerte?: la pobreza y el oprobio. Si no destaca en música o en pintura no puede ser admitida en ninguna función pública, aunque tuviese capacidades para ello.

Doy una ligera aproximación al problema, profundizaré en él en la próxima edición de mis obras políticas que me propongo dar al público dentro de algunos días, con notas.

Vuelvo a mi texto en lo referente a las costumbres. El matrimonio es la tumba de la confianza y del amor. La mujer casada puede dar impunemente hijos bastardos a su marido y la fortuna que no les pertenece. La que no lo es no tiene más que un derecho endeble; las antiguas e inhumanas leyes le rehusaban el derecho al nombre y a la fortuna del padre de sus hijos y no se ha legislado sobre esta materia. Si intentar dar una consistencia honorable y justa a mi sexo es considerado una paradoja de mi parte y hasta un intento imposible, dejo a los hombres del futuro la gloria de ocuparse de esta materia, pero mientras esperamos podemos prepararla por medio de la educación nacional, de la restauración de las costumbres y de las conveniencias conyugales”.

Fuente: Laura Manzanera. Olympe de Gouges. La cronista maldita de la revolución francesa
Libros relacionados:

Mujer y lucha de clasesInessa Armand. Revolucionaria y feministaLa pasión feminista de mi vida. Lidia FalcónTrabajo y hogar