Me considero tan socialista como siempre

Terry Eagleton: “El discurso posmoderno pasa, el marxismo queda”

—En Después de la Teoría Ud. escribió que considerando el destino de filósofos como Michel Foucault, Roland Barthes o Louis Althusser, parece que Dios no es estructuralista. ¿Podemos decir ya que el posmodernismo ha pasado de moda? En tal caso, ¿que teoría lo reemplazaría?

—Bueno, en primer lugar tengo que decir que yo no me dedico a hacer profecías. El posmodernismo no es sólo teoría, así que no se trata simplemente de una cuestión de si la teoría si­gue siendo válida o no. Creo que es un error presentar juntos posmodernismo y post-estructuralismo. El post-estructuralismo es una teoría, mientras que el posmodernismo es un conjunto de desarrollos culturales que incluye, entre otras cosas, teorías. Que el posmodernismo esté acabado es una cosa, que lo estén las teorías que hay detrás suyo es otra muy diferente. Para eso se necesitan unas condiciones históricas determinadas: quizás la gente se haya hartado de unas teorías, pero han aparecido otras. Creo que las teorías más importantes –de la mo­­dernidad y de la posmodernidad– no son solamente teo­rías, sino reflejos de las condiciones culturales. Para que la teoría se termine son necesarias determinadas condiciones po­­lí­ticas, históricas y culturales.

 

—¿Recuerda el caso Sokal o el caso Social Text, como prefiera? ¿Qué opinión le merecieron las críticas de Sokal y Bricmont de Imposturas intelectuales?

—Ese debate se llevó a cabo hace mucho tiempo… Creo que es mucho más interesante preguntarse en qué ha terminado por convertirse el post-estructuralismo. En mi opinión, se produjo un desarrollo muy interesante del mismo tras la muerte de Paul De Man. A la muerte de De Man, que fue uno de los post-estructuralistas norteamericanos más influyentes, se reveló que había colaborado con los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo un silencio extraordinario por parte de antiguos y reconocidos post-estructuralistas; toda una escuela llegó a su fin. El affair Sokal no fue tan importante como la muerte de De Man, que fue más bien un intento por poner de ma­nifiesto el relativismo absurdo de un cierto tipo de post-es­tructuralismo. Creo que el post-estructuralismo llegó realmente a su fin en los 80 con la muerte de De Man, y la atención se desplazó hacia el posmodernismo o los estudios post-co­loniales.

 

–Aunque desde la década de los 80 el grueso de la teoría marxista proviene de EEUU, donde verdaderamente estamos viendo cambios prácticos es en Latinoamérica. ¿Cómo explica este fe­nó­meno?

–No estoy tan seguro de que sea cierto que el grueso de la teoría marxista provenga de EEUU, aunque por supuesto haya marxistas muy importantes, pero también los ha habido en Europa con autores como Balibar, Althusser, Macherey y mu­chos otros que continuaron el trabajo de la Escuela de Frankfurt y el marxismo occidental. Lo que ocurrió en EEUU fue, por así decir, que la teoría rebasó la práctica. En un mo­mento dado hubo un floreciente marxismo académico, pero fue cortado de raíz de su base política. Piénsese en algunos de los teóricos marxistas más importantes: Fredric Jameson, por ejemplo, está muy apartado de la política. Jameson no es, ni si­quiera en EEUU, lo que llamaríamos un intelectual público, como lo fue Edward Said, lo es Habermas en Alemania o Pierre Bourdieu lo fue en Francia. Jameson hace muy pocas intervenciones en la vida política estadounidense. Esto no sólo es por culpa suya –como mucho, parcialmente–, sino por culpa de la ausencia de una esfera pública en EEUU. Es irónico, como observáis, que cuando una teoría académica más bien abstracta estaba floreciendo en EEUU, Latinoamérica estuviese desplazándose cada vez más hacia la izquierda. Pero se tra­ta de situaciones muy diferentes, que se producen bajo condiciones muy diferentes.

 

—¿Nos conduce la crisis financiera al fin del capitalismo de­sem­bridado? ¿Es el socialismo del siglo XXI de Latinoamérica una alternativa, o quizá debamos encontrarla en emergentes organizaciones políticas europeas como La Izquierda alemana o el PS holandés?

—Es interesante volver a mirar el mo­mento en que se hablaba del fin del marxismo, de la muerte del marxismo. Lo que olvidaron frecuentemente es que en aquel en­ton­ces todo el continente laitnoamericano estaba desplazándose cada vez más a la izquierda, y que, cuando hablaban de la muerte del marxismo, es­taban hablando realmente del he­misferio norte. Es­ta­ban hablando de EEUU, de Europa. No tuvieron nada de eso en cuenta porque no es­taba de moda. Por supuesto, a me­dida que la crisis financiera se profundice, una de las cosas que ve­remos será la forma en cómo el ca­pitalismo será “desnaturalizado”. Una crisis como ésta no es el fin del capitalismo, pe­ro sí que puede ser para mucha gente el fin de la ilusión de que éste es el único sistema posible. A medida que se muestren más duramente las contradicciones del sistema la gente no creerá tan fácilmente como hasta ahora de que todo es así y siempre lo será. En ese sentido, la crisis financiera es una oportunidad para la izquierda. No quisiera sonar cínico: no es una oportunidad, en el sentido en que mucha gente será perjudicada por la crisis, pero puede ayudar a desenmascarar la naturaleza de la dinámica del capitalismo.

 

—Este año se celebra el 125 aniversario de la muerte de Karl Marx. ¿Qué sobrevive de su obra, y qué ha quedado inevitablemente obsoleto? ¿Veremos un renacimiento de la obra de Marx con la crisis financiera?

—Habrá que esperar para verlo. No debemos subestimar la re­sistencia del capitalismo, que ha atravesado muchas crisis, sobreviviéndolas a todas. Por otra parte creo que es cierto que, hasta cierto punto, todo vuelve. Debemos ser muy cuidadosos a la hora de dar por perdido casi cualquier fenómeno, desde el fascismo al comunismo, fueran buenos o malos. Lo que sobrevive de Marx es, con toda seguridad, que identificó y analizó las leyes del funcionamiento de toda una forma específica de vida social. Le dió nombre, mostró que no era más que una forma particular de toda una serie de posibilidades, y especificó algunas de las condiciones para su transformación. Todo eso es lo que me parece que sobrevive de la obra de Marx. La gente se está dando cuenta del carácter profético del Ma­ni­fiesto Comunista, cuyo análisis so­bre el futuro del capitalismo admite casi todo el mundo. Pe­ro el marxismo no es sólo eso. Lo que define al marxismo es su identificación del pro­tagonista concreto de esa transformación, el agente de­cisivo del cambio social, concretamente el proletariado. Lo que debemos investigar es quién es ese agente social en condiciones sociales muy di­ferentes a las del proletariado industrial clásico de los días de Marx, que hoy es una minoría en Europa. Éstas son al­gu­nas de las cuestiones que el marxismo tiene hoy que re­sol­ver. Pero Marx identificó todo un sistema social, to­do un mo­do de producción, nos mostró que era históricamente muy reciente, y que no sería necesariamente eterno. Creo que todo eso está siendo validado por la precariedad de ese sistema.

 

—¿Qué balance hace de la obra de Louis Althusser?

—¿Tenéis tres días para que os lo explique? Creo que Althusser iluminó ciertos conceptos marxistas, nos hizo replanteárnoslos, y nos proporcionó nuevos conceptos. Pero perteneció a un momento histórico muy concreto. Después del 68 se convirtió en un fenómeno cultural, particularmente en el mundo occidental, y aunque algunos de los trabajos más importantes de la época fueron obra de Althusser, hoy se le privilegia muy poco en los debates. Althusser me parece un teórico muy importante, pero uno que pertenece a un momento histórico ya pasado.

—¿Por qué algunos escritores franceses han tenido tanta in­fluencia en los departamentos de literatura de los EEUU?

—Puede decirse que hubo un período muy interesante que va de mediados de los 60 a mediados de los 80, cuando la vida intelectual francesa florecía y dominaba Occidente, y a la iz­quierda occidental en particular. Ése período ya ha pasado. Muchos de aquellos intelectuales han muerto o su influencia ha declinado, como es, desde luego, el caso de Althusser. Co­mo argumento en Después de la Teoría, el período floreciente de la teoría, y particularmente de la teoría de izquierdas, fue a me­diados del siglo XX, y en general fue estrechamente ligado al destino de la izquierda. No por casualidad tres de los libros más importantes de Derrida se publicaron después del 68. Tras el 68, la teoría era una manera de mantener la llama de ciertas cosas que no podían ser llevadas a la práctica. Creo que todo eso es lo que estaba ocurriendo en París durante aquellos años, pero París, como alguien ha escrito recientemente, se convirtió desde entonces en la capital de la reacción europea (los nouveaux philosophes, Bernard Henri-Lévi, etc.). No estoy seguro de, si para bien o para mal, París sigue siendo tan im­portante co­mo lo fue, pero desde luego durante un momento histórico decisivo cautivó al mundo.

 

—Usted está considerado uno de los mayores defensores de la obra de Slavoj Zizek en Inglaterra. A algunos de nosotros nos causa estupor la fama de alguien que recorre a trucos pour épater le bourgeois como definirse como un “estalinista lacaniano ortodoxo”, sugerir que el realismo socialista era un arte verdaderamente cálido y humano frente a las vanguardias soviéticas, o afirmar que Bertolt Brecht y Hanns Eisler fueron los más grandes artistas estalinistas. ¿Qué pretende exactamente Zizek?

—Zizek es un provocador. Se trata de un intelectual muy posmoderno: escandalizador, tiene algo de payaso, algo de bromista… dice que es estalinista, pero por supuesto eso debe po­nerse entre comillas… Pero yo no soy su agente literario [Risas]. He descrito alguna vez a Zizek como el representante de Lacan en la Tierra. Creo que es un intelectual inmensamente fértil, aunque también un oportunista que cambia su postura de un día para otro. Es un autor que a mi juicio se deja llevar por las modas, pero aún así he aprendido mucho de su obra, y utilizo alguno de sus trabajos, particularmente los psicoanalíticos. Su atención a la categoría de lo Real en Lacan ha sido uno de sus mayores logros, porque ésta ha sido una de las categorías me­nos privilegiadas de la obra de Lacan. Zizek ha hecho un gran trabajo con eso, y he escrito algo sobre su obra, pero nunca me definiría a mí mismo como uno de sus mayores defensores.

 

—Stewart Home escribió en una ocasión que si hay algo a lo que los británicos sean aficionados es a pelearse. Usted ha tenido dos peleas célebres, una con el novelista Martin Amis y otra con el científico Richard Dawkins, pero estos debates casi no han trascendido en España. ¿Podría resumirnos los motivos por los qué se enfrentó a Amis y Dawkins?

—Amis es el típico intelectual de clase media: defensor de la libertad y del civismo. Es un síntoma de lo que le ha ocurrido a cierta intelligentsia de clase media bajo la presión de la llamada Guerra contra el terrorismo. Se han desplazado hacia la islamofobia, y en algunas ocasiones son netamente racistas. Ata­qué a Amis en público porque cargó extraordinariamente contra los musulmanes en la calle. Y todo esto no provenía de ningún fascista loco, sino directamente del corazón del establish­ment liberal británico de clase media. Amis no es el úni­co: Christopher Hitchens también pertenece a esa categoría. Era algo más que un debate personal. Es sintomático cómo una cierta clase media se ha movido hacia una reacción histérica de pánico por la así llamada Guerra contra el terrorismo.

En cuanto a Richard Dawkins, creo que despacha muy fácilmente su debate con el cristianismo. Nací en una familia católica, y en el pasado estuve interesado en la política católica de izquierdas –colaboré en revistas como Slant–, y me parece que lo que Dawkins hace es coger un objetivo muy fácil, limitándose a hacer una caricatura del cristianismo. Ac­tuar así me parece intelectualmente chapucero y vacío. En un libro que saldrá el año que viene, titulado Razón, fe y revolución, entro más a fondo en el debate con Dawkins y argumento que, lo crea o no, hay una versión del cristianismo que cuestiona las ideas establecidas.

 

—Como filósofo y crítico literario, ¿dónde podríamos establecer la línea de demarcación entre literatura y filosofía? ¿No representan escritores como Don De Lillo una mezcla de ensayo y novela?

—Es casi un cliché de los posmodernos repetir que no hay líneas claras entre discursos. No estoy completamente de acuerdo con ellos: a veces, y sólo a veces, dependiendo del contexto, se necesita establecer esas diferencias. La filosofía no es lo mismo que la crítica literaria, que no es lo mismo que la física. Por otra parte, es signo de la modernidad que ocurran dos cosas: una, que las obras de arte, en general, se hagan más abstractas, más teóricas. Y al mismo tiempo que eso sucede, que la filosofía se haga más poética. Se produce un cruce entre lo conceptual y lo estético.

 

—¿Y no podría ser eso precisamente un problema para la argumentación lógica?

—Podría. Existe toda una línea de lo que yo llamaría antifilósofos: desde Kierkeegard a Nietzsche, Wittgenstein, Benjamin, Adorno… de los que Derrida fuese quizás el último. Todos ellos, para decir lo que querían decir filosóficamente tuvieron que inventar un nuevo estilo de escritura, que a menudo estaba influido por la literatura o la poesía. Se trata de un fenómeno muy interesante. Eso no significa necesariamente que no sean analíticos: Derrida, por ejemplo, es muy analítico. Sólo que él sostiene que si se lleva el análisis hasta cierto punto, las categorías empiezan a tambalearse. Hubo un cruce de ambas, pero que debe distinguirse de la estetización posmoderna, de la idea posmoderna de que todos los discursos son iguales. Éstos se sirven de la estética para socavar la idea de lo cognitivo. Creo que es muy importante para la izquierda darse cuenta que ciertos discursos y aproximaciones cognitivas son los que realmente proporcionan conocimiento, mientras que hay un cierto es­cepticismo posmoderno que argumenta en contra de esa idea, afirmando que la teoría no es más que otro tipo de ficción.

 

—Si hay algo que caracteriza a sus libros es la ironía, algo no muy frecuente en los textos teóricos, y mucho menos en los socialistas. ¿Es herencia analítica o sencillamente una muestra de humor británico? ¿Por qué el socialismo es tan reacio al sentido del humor?

—Precisamente acabo de publicar un libro en el Reino Unido titulado Trouble with strangers en el que explico que la hipérbole, la exageración, es un recurso retórico típicamente francés, mientras que un recurso retórico típicamente británico es el eufemismo, la descripción comedida. Los franceses se toman intelectualmente muy en serio, incluso cuando ha­blan del juego, como cuando Ro­land Barthes o Jacques Derrida hablan del juego. El juego es una cosa muy solemne en Bar­thes. Lo que creo que hay es, si así quiere lla­marlo, un sentido co­mún, un tener los pies en el suelo, lo que arriesgándonos po­dríamos llamar sensibilidad inglesa, que es alérgico a la so­lem­nidad intelectual, a las elevaciones intelectuales, y que tie­ne la urgencia de poner esas ideas sobre el suelo para traerlas de nuevo a la vida social.

 

—Está Bertolt Brecht…

—Sí, por supuesto, Brecht es uno de los, por desgracia, pocos representantes de lo que podríamos llamar un sentido del hu­mor socialista. En un sentido más general, creo que el socialismo es cómico, no en el sentido de divertido, sino en el sentido más profundo de “comedia”, el que encontramos en el título de La Divina Comedia. El buen sentido del humor no espera demasiado de la gente, entiende a los oprimidos y sus debilidades. No los aterroriza con grandes ideales. En la tragedia, en ciertos tipos de tragedia, la gente lucha por ideales heroicos y fracasan. La obra de Beckett, por ejemplo, es fiel a la idea de fracaso: en su obra todo el mundo es un fracasado. Beckett nos señala que es más bien ahí por dónde hay que empezar, que para ir más lejos y poder construir algo positivo debemos empezar por aceptar la fragilidad y mortalidad hu­manas, todo el sufrimiento que acompaña a la existencia. El socialismo no pretende realizar grandes ideales, sino traernos de vuelta a la realidad. Benjamin dijo en una ocasión que el socialismo no era un tren fuera de control, sino la aplicación del freno de emergencia. Es el capitalismo en realidad el tren fuera de control: dinámico, en constante movimiento, etc. El socialismo es algo mucho más sobrio, que trata de echar el freno, y hacerlo antes de que arroje a más gente por sus ventanas. Desde luego, hay un momento en el socialismo que se po­dría describir co­mo cómico, en el sentido más amplio del término.

 

—¿Seguiría Ud. definiéndose como socialista? ¿Qué significa socialismo para Ud.?

—Me considero tan socialista co­mo siempre por una razón: la ra­zón por la que el socialismo sufrió una enorme derrota –y tenemos que ser realistas en eso, pase lo que pase en el futuro– no tiene nada que ver con el triunfo final del capitalismo. Sólo hay que ver la crisis financiera. Puedes entender a la gente que dice “bueno, se acabó eso de ser socialista”, si han sido convertidos a la ideología del capitalismo, si piensan “oh, ésa es la única manera en la que podemos trabajar”. Pero de hecho, la ironía es que la razón por la que mucha gente dejó de ser socialista aun siéndolo en los 60 o los 70 no fue porque el socialismo no fuese ni mucho menos una buena idea –lo es, es una idea brillante–, sino porque el sistema ha probado ser hasta la fecha demasiado difícil de quebrar. Si eso ocurre es, irónicamente, porque el capitalismo va más a toda máquina que nunca. No porque cambie continuamente –los socialistas también cambian–, sino porque es más hegemónico, más dominante que nunca, y la gente se ve derrotada, exhausta incluso antes de librar batalla. Curio­sa­men­te, el enorme poder del sistema se ha convertido en una razón por la que la gente continúa alimentándolo.

No creo que en definitiva la cuestión sea qué significa ser socialista, sino quizá la cuestión más difícil es si alguien puede seguir siendo marxista, en el sentido asumido de que sabemos lo que es ser marxista, a saber: estar de acuerdo en esto, en aquello y en aquello otro. Es una cuestión muy interesante que no ha sido explorada del todo, esto es, qué tiene que aceptarse para ser calificado de socialista. Para muchos no consiste más que en el apego a las ideas más centrales, como la teoría del valor-trabajo o la teoría de la plusvalía. En la Segunda In­ter­nacional habían miembros que no creían en el movimiento revolucionario y aún así seguían llamándose a sí mismos marxistas. Cuando la gente dice “eres marxista”, o “no eres marxista”, están asumiendo de manera muy rápida y fácil que existe una identidad que, en verdad, no sabemos exactamente qué es: parece que se tiene que creer en estas cosas en concreto y punto. A veces trato de señalar, por ejemplo, que hay muy po­cas cosas originales en la obra de Marx. No lo digo como una crítica: no creo que la originalidad sea necesaria en las obras teóricas. Pero puedes rastrear incluso lo que algunas personas creen que son conceptos exclusivamente marxistas, co­mo “modo de producción”, y encontrarlos en la Ilustración escocesa o en la Ilustración francesa. Así que hay una noción de lo que es específico en el marxismo, que ninguna otra forma de pensamiento tiene. Creo que es difícil responder a tu pregunta con exactitud…

 

—La falta de originalidad de Marx era una de las cosas de las que hablaba Isaiah Berlin en su biografía…

—Berlin utilizaría eso como una crítica. Pero si había alguien que no era para nada original, ése era el propio Isaiah Berlinn

 

Entrevista a Terry Eagleton realizada por Angel Ferrero, Salvador López Arnal y David Becerra y publicada en el nº 251 de El Viejo Topo, diciembre 2008
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