“Si queremos que la civilización [blanca, burguesa, machista, depredadora…] sobreviva, debemos rechazar la moralidad altruista”, Ayn Rand
Este principio de una de las viejas referentes del neoconservadurismo norteamericano sigue siendo una de las guías de las extremas derechas de hoy, con mayor radicalidad si cabe en estos tiempos de emergencia crónica global. No conviene, por tanto, bajar la guardia, ya que si bien la moción de censura de Vox sufrió una clara derrota en el Congreso, no por ello ha quedado conjurada la amenaza que representa. El No del PP puede anunciar un cambio de táctica de esta formación, pero no desde luego un giro en su proyecto neoliberal, nacionalista español, machista y racista, en medio de una segunda ola de pandemia de la covid-19 y de una crisis múltiple que no deja de agravarse.
En efecto, el debate sobre la moción de censura de Vox se ha producido en el marco de una profunda crisis: no sólo la relacionada con la derivada de la pandemia y las que ya la precedían–ecológica, económica y social-, así como sus efectos en el ámbito sanitario, educativo o habitacional, sino también la que afecta a un régimen cuya aluminosis[1], como ha llegado a reconocer recientemente un exsecretario de Estado de Cultura del PP, José María Lassalle, es cada vez manifiesta. Es la percepción de que la estabilidad de todo el edificio está en peligro, compartida desde muy diferentes sectores, la que Vox ha tratado de aprovechar para presentarla en términos apocalípticos y postularse como salvador de “la Nación” mediante un proyecto de contrarreforma que nos llevaría, como mínimo, al periodo del tardofranquismo.
El problema es que Abascal lo ha intentado con un discurso tan neofranquista, trumpista y anti-UE que ni siquiera el líder del PP, Pablo Casado, se ha atrevido a optar por la abstención como fórmula que, al menos, sirviera para neutralizar la presión de una parte importante de su electorado (un 44%, según una encuesta reciente) que apostaba por el Sí.
Quizás lo único positivo de esta moción haya sido haber comprobado en sede parlamentaria que la exposición exhaustiva y reiterada de los postulados de Vox por su principal líder ha dejado más clara su provocadora reivindicación del legado franquista (presentando los 40 años de la dictadura como mejores que el actual gobierno) y sus tradicionales ingredientes de ultranacionalismo español (frente a las autonomías y a “los renegados separatistas” a los que, si llegara a gobernar, ilegalizaría), racismo (contra los “estercoleros multiculturales” y “la invasión del Norte de África”), antifeminismo (con el 8M como blanco favorito, una vez más) y, no menos importante, un neoliberalismo que, por mucho que apele a “la España que madruga”, no puede ocultar que su referente militante sigue siendo la gente pija de los barrios más ricos de Madrid. A todo esto fue sumando los eslóganes puestos de moda por el trumpismo en política internacional (China como enemigo principal y negacionismo climático) y su particular iberoesfera como distopía nostálgica del Imperio perdido por la Madre Patria en América Latina.
Ante ese panorama de confrontación sin tregua alguna frente a un “proceso revolucionario”, liderado por un “gobierno criminal, socialcomunista, aliado con separatistas y terroristas”, que proclamaba Abascal, vimos entrar en tromba a la mayoría del parlamento contra Vox, acompañada de un Manifiesto contra “los discursos racistas, xenófobos, machistas (…) de la extrema derecha y la derecha extrema”, suscrito por 10 grupos, incluido el PNV. Se configuraba así un escenario que días antes había sido precedido por las presiones procedentes de Bruselas, del PP europeo y de representantes de la gran patronal española para que Casado marcara distancias con la extrema derecha…, a la espera de la parte que le corresponde de los Fondos de reconstrucción prometidos.
Así que cabe entender la decisión final del líder del PP como una respuesta al órdago de Abascal con un No destinado a satisfacer a las élites económicas y de la UE con un discurso de “hasta aquí hemos llegado” frente a la agenda que le ha ido marcando en los últimos años el partido de extrema derecha. Casado quiso ir incluso más allá en su desmarque proponiendo nuevas divisorias artificiales de rupturistas frente a reformistas, o radicales frente a moderados, para así presentarse como un partido de centro cuya credibilidad está todavía por ver, sobre todo cuando recordó que no iba a dejar a Vox las principales banderas de la guerra cultural.
Porque sobran ejemplos de los lazos que unen a PP y Vox –empezando por los genes franquistas heredados del ex ministro de Franco Manuel Fraga y, luego, su gran referente, José María Aznar, como consejero áulico- y, sobre todo, de su competencia en un espacio político y electoral que en gran parte se mueve entre ambos partidos en torno a intereses y/o contravalores comunes, con personajes puente entre ambos como Cayetana Álvarez de Toledo o Isabel Díaz Ayuso. Por eso, afianzar su suelo electoral respectivo no ha sido tarea fácil, sobre todo para el PP, pero más lo será en los próximos tiempos.
Así que no parece probable que el distanciamiento que pueda producirse por parte de Casado vaya a ir más allá de la retórica, de la táctica o de la diferenciación en cuestiones de segundo orden, por mucho que el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, emplazara al líder del PP a formar parte de un “bloque de dirección histórico que reforme el Estado”. No olvidemos que, pese a que con este discurso el líder del PP pueda frenar el sorpasso que busca Vox y trate de reducirlo a un partido de protesta, continuará necesitando sus apoyos en las comunidades autónomas y los ayuntamientos que preside. Por no hablar de que lo necesitará más aún si quiere mantener la ilusión entre su electorado de que continúa siendo una alternativa de gobierno a escala estatal; algo que sin un cambio radical en su concepción esencialista de España y sin la renuncia a la vía represiva contra la mayoría de la sociedad catalana se ha revelado hasta ahora imposible.
Con todo, un primer test va a ser el relacionado con la reforma del poder judicial y, en particular, con la renovación del Consejo General del Poder Judicial, bastión clave junto con el Tribunal Supremo, en la lawfare de las derechas. El veto a Podemos en esa negociación ha sido hasta ahora una bandera que el PP ha usado para recordar que esa formación no puede ser integrada en el marco del régimen monárquico, por lo que habrá que ver qué esfuerzos hacen los dos viejos grandes partidos para sortear ese veto en las próximas semanas.
Nueva fase, viejas fracturas
Entramos así en una nueva fase en la disputa por la hegemonía entre ambas formaciones que no va a llegar probablemente a poner en riesgo los pactos de investidura de gobiernos autonómicos y municipales presididos por el PP, pero que sin duda va a elevar el precio de Vox para garantizar su gobernabilidad a medida que se agrave la situación económica y social y estemos más cerca de futuras confrontaciones electorales.
Tampoco cabe pensar en un declive de Vox a corto plazo, aunque una derrota electoral de Trump puede marcar un cambio de tendencia, al menos a escala occidental. El victimismo de que están haciendo gala Abascal y compañía -acusando al PP de “traidor” y a los otros partidos de practicar lo que él mismo hace permanentemente, o sea, el odio y la mentira- les va a servir para presentarse de nuevo como outsiders frente a un establishment incapaz de responder al malestar social y a la desafección respecto a los políticos que sigue extendiéndose entre sectores de las clases medias y trabajadoras empobrecidas.
Por eso, sería un error concluir que a su aislamiento parlamentario le va a corresponder un aislamiento social. Sólo una respuesta desde la izquierda a la agravación de las desigualdades de todo tipo que no cesan de aumentar con la crisis pandémica (según Oxfam, desde su estallido ha aumentado en un millón el número de personas en situación de pobreza) mediante medidas socioeconómicas (fiscales, sanitarias, habitacionales, de empleo y de cuidados) a la altura de ese desafío, junto con otras dedicadas a contrarrestar sus discursos neofranquistas (recordando que para ser demócrata hay que ser antifascista y aprobando una Ley de Memoria Democrática que realmente acabe con la impunidad del franquismo, frente a presuntas equidistancias entre víctimas y verdugos), ultranacionalistas (mostrando con hechos voluntad política para alcanzar una solución democrática al conflicto catalán), racistas (exigiendo ya la supresión de los CIE), ultrapatriarcales (aprobando una Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual que efectivamente lo sea) y ecocidas (mediante un cambio radical de modelo productivo) podrán ir reduciendo los apoyos de la extrema derecha… y de la derecha extrema.
El debate sobre los Presupuestos será un test de hasta qué punto está dispuesto el gobierno PSOE-UP a ir por ese camino en cuestiones clave como la reforma fiscal si realmente se quiere responder a necesidades urgentes que no admiten aplazamientos, como el mismo FMI está reconociendo cuando recomienda “más impuestos para los ricos y las empresas rentables” mientras el paro y la deuda pública están llegando al 16,8% y al 123% del PIB respectivamente este año.
Ahora bien, tampoco todo esto va a ser suficiente, ya que, como recordó el diputado de la CUP, Albert Botran, el pasado miércoles 21, Vox es solo la punta del iceberg de todo un conglomerado heredado del franquismo que pervive en muchas instituciones del régimen, con la monarquía a la cabeza y siguiendo por el poder judicial y el aparato coercitivo en general. A lo que hay que sumar un sector significativo de viejos y nuevos nombres del empresariado corruptor y clientelista y, sobre todo, grandes medios de comunicación incansables practicantes de las fake news. Es la aluminosis estructural del régimen la que está saliendo ahora a la luz con mayor crudeza que nunca y sin visos de autorreforma democrática a la vista.
No será, por tanto, mediante el restablecimiento de un consenso entre PP, PSOE y sus subalternos respectivos, UP y Cs, según se reclama desde los grandes poderes económicos, como se podrá hacer frente a la amenaza neofascista. Ésta no es más que la expresión de la radicalización en curso de las ideas dominantes: las de un neoliberalismo autoritario y reaccionario que, aunque no diga todo lo que dice esa ultraderecha, hace mucho de lo que ésta dice. Eso es lo que en cierto modo podía haber aconsejado Casado, y no sólo él, a Abascal: “no digas tan alto cosas que nosotros también pensamos y que nos esforzaremos por hacer cuando tengamos el gobierno… y que ya estamos empezando a hacer en sitios como Madrid o Andalucía”. Volvemos así, una vez más, a la vieja tesis de Max Horkheimer de que no se puede hablar de fascismo sin cuestionar el capitalismo y, añadiríamos, sin seguir impugnando un régimen cuyo legado franquista es imposible erradicar sin ruptura democrática.
Notas
[1] Según Wikipedia, “se denomina aluminosis o fiebre del hormigón a la lesión del hormigón que se manifiesta especialmente en las viguetas de los forjados de los edificios, por la cual el hormigón utilizado pierde sus propiedades haciéndose menos resistente y más poroso, poniendo así en peligro la estabilidad del edificio”. En realidad, para el caso español me parece más adecuado por su mayor claridad el diagnóstico de aluminosis estructural que propuso hace tiempo Ferran Requejo.
Artículo publicado originalmente en Viento Sur.