La discusión sobre el tipo de democracia que debería ponerse en pie en el marco de una sociedad de transición al socialismo es ya muy vieja y, sin embargo, seguimos sin contar con un proyecto compartido dentro de la izquierda anticapitalista. No han faltado para ello, desde que el movimiento obrero irrumpiera en la historia como actor colectivo, sucesivas experiencias que han podido prefigurar una democracia alternativa a la liberal-capitalista, ni tampoco debates y contribuciones de interés vinculadas al marxismo y al pensamiento crítico en general.
De la Comuna de París de 1871 a la Revolución rusa de octubre de 1917
Podríamos remitirnos a la Comuna de París como el primer laboratorio en el que los fundadores del materialismo histórico encontraron un esbozo de democracia alternativa a la del Estado liberal-imperial vigente. Conocidas son las características que en aquellos 72 días de vida se fueron llevando a la práctica: abolición del ejército permanente, elección por sufragio universal (aunque sólo para los varones) de representantes, basada en el mandato imperativo y en la rotatividad y revocabilidad de los mismos, con unos ingresos iguales al salario medio de un obrero; extensión de la elección por sufragio universal a las diferentes instituciones (guardia nacional, magistratura…), concentración de poderes legislativo y ejecutivo en el Consejo comunal, federalismo desde abajo. Todo ello como manifestación de la aspiración compartida a una República democrática, social y universal.
Durante su corto periodo de vida, se fueron articulando distintos mecanismos de deliberación y participación popular a través de las asambleas, los clubes y las diferentes asociaciones (como la Unión de Mujeres) que fueron adquiriendo protagonismo, sin que dejaran de expresarse diferencias, bajo la presión de la guerra civil y el cerco del ejército prusiano, en torno a cuestiones como la toma o no del Banco de Francia, los límites de la libertad de prensa o la conveniencia o no de la creación de un Comité de salud pública. Pese a la brutal masacre final, su gran mérito fue, como escribieron Marx y Engels, su propia existencia, y declaraciones como la del 19 de abril de aquel año (en la que expresaban su voluntad de “universalizar el poder y la propiedad”) demostraban que su firme voluntad era la puesta en pie de un autogobierno plebeyo, sentando así las bases de un nuevo imaginario social y político, radicalmente democrático. Con todo, cuestiones como el mandato imperativo o la no separación de poderes fueron ya entonces polémicas: la primera, porque podía impedir la deliberación, y la segunda, porque podía implicar una concentración de poderes (Bensaïd, 2021: 154-155), aunque en la práctica no ocurrió así.
Para Marx y Engels, aquellas jornadas eran la materialización de la “dictadura del proletariado”, entendida en un sentido democrático radical: como autogobierno obrero y popular, basado en el sufragio universal, pero a su vez con una serie de características y mecanismos de control popular que la hacían radicalmente distinta del parlamentarismo liberal que se iría extendiendo posteriormente por el planeta. Unas tesis que fueron asumidas también por Lenin en El Estado y la revolución.
Más tarde, las experiencias de la Revolución rusa, triunfante, y de la alemana, derrotada, con la aparición de los consejos de obreros, soldados y campesinos, generaron un nuevo marco de debate: por fin, habían surgido nuevas instituciones alternativas a las parlamentarias que podían ser la base principal del poder constituyente emergente de los nuevos Estados posrevolucionarios. Sin embargo, ya desde el inicio de esos mismos procesos la relación de este nuevo tipo de órganos de poder con las Asambleas constituyentes fue controvertida. Las críticas de Rosa Luxemburg en La Revolución rusa a Lenin y a Trotsky respecto a esto último, alertando frente a “la confusión entre la excepción y la regla” y recomendando la necesidad de convocar nuevas elecciones a una Asamblea constituyente con un nuevo censo, así como el respeto al pluralismo político y a las libertades políticas básicas, son suficientemente conocidas (Bensaïd, 2021: 167-173).
Son menos conocidas las reflexiones que procedieron del austromarxismo y, en particular, de Max Adler. Ya en 1919, este representante de su ala izquierda defiende un modelo híbrido entre el parlamento y los consejos obreros, a los que reconoce como la nueva forma de poder que se ha ido extendiendo, no sólo en Rusia sino en otros países, como Hungría y Baviera y la misma Austria, pese a que llegaron a tener corta vida. Una propuesta que luego desarrolla distinguiendo entre “democracia política” –que critica al darse en el marco de una sociedad de clases- y “democracia social”, horizonte al que aspirar en el camino hacia un Estado sin clases. Idea esta última que complementa en 1926 con los conceptos de “soberanía del pueblo” y “socialización solidaria” como fundamentos de una educación socialista que permita avanzar hacia una democracia social (Pastor, 2021).
Críticas y propuestas que alimentaron intensos debates entre la socialdemocracia internacional y los nuevos partidos comunistas, pero que pronto se verían frustrados a medida que se fue produciendo el ascenso del estalinismo en la URSS. Frente a éste, el modelo de la Revolución rusa basado en una democracia consejista se erigía como referente incuestionable dentro de las filas de la izquierda antiestalinista a la hora de hacer frente tanto al liberal-parlamentario como al despotismo burocrático estatal del llamado “socialismo real”.
Con todo, tras la Segunda Guerra Mundial es obligado mencionar el proceso vivido en Yugoslavia a partir de su ruptura con la URSS: la constitucionalización de la autogestión en 1950 y los sucesivos ensayos de diferentes cámaras de representación actuando de forma colegiada -pese a que se veían constreñidas por el sistema burocrático de partido único y la creciente y tensa coexistencia con sectores vinculados al mercado- apuntaron hacia fórmulas nuevas que fueron seguidas con interés por parte de la nueva izquierda occidental . Sin embargo, la descomposición posterior de aquel país de países condujo pronto al olvido lo que fue un verdadero foco de atracción y de enseñanzas todavía útiles para futuros proyectos de socialismo democrático y autogestionario.
También la Revolución cubana fue foco de atención en la puesta en pie de un proyecto socialista que aspiraba inicialmente a ofrecer un modelo alternativo al dominante en el bloque soviético, si bien su evolución posterior condujo a un proceso de burocratización que frustraría aquellas expectativas.
Los debates post68 en el marxismo occidental: a la búsqueda de una nueva institucionalidad democrática
Fue en el contexto internacional de los años 70 del pasado siglo, bajo el efecto del 68 global -en el que confluyeron luchas antiimperialistas, anticapitalistas y antiburocráticas- cuando se abrió una nueva fase en la búsqueda de un proyecto socialista radicalmente democrático, con muy diferentes aportaciones en el ámbito del marxismo occidental. Nos centraremos en esta parte en las de Nicos Poulantzas, Ralph Miliband y Ernest Mandel, ya que en ellas vemos reaparecer, aunque obviamente en un contexto distinto, algunas de las cuestiones controvertidas en el debate antes mencionado entre Rosa Luxemburg, por un lado, y Lenin y Trotsky, por otro.
Pulantzas, tras su crítica al “estatismo autoritario” capitalista en ascenso, planteó con toda claridad la pregunta en el capítulo final de Estado, poder y socialismo, su última obra publicada en 1978:
¿Cómo emprender una transformación radical del Estado articulando la ampliación y la profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades (que fueron también una conquista de las clases populares) con el despliegue de las formas de democracia directa en la base y el enjambre de los focos autogestionarios: aquí está el problema esencial de una vía democrática al socialismo y de un socialismo democrático (Poulantzas, 1979: 313).
Un problema que había abordado ya en trabajos anteriores (Poulantzas, 1977) y que no llegó a resolver en ese capítulo, ya que se centró principalmente en la búsqueda de una estrategia de transformación radical del aparato de Estado en el marco de una transición hacia un socialismo democrático que se basara precisamente en esa combinación de instituciones de la democracia representativa con nuevos órganos de poder a escala territorial y fabriles. Su fallecimiento al año siguiente de finalizar esta obra no le permitió, como se sabe, proseguir su investigación sobre esta y otras cuestiones afines.
Miliband abordó esta problemática en distintos trabajos, también en diálogo con Poulantzas, entre otros, pero quizás sea en su última etapa, en su artículo “Reflexiones sobre la crisis de los regímenes comunistas” y en El socialismo para una época de escepticismo donde podemos encontrar una mayor sistematización de sus propuestas.
En el primero, después de un balance crítico de los que definía como “regímenes colectivistas oligárquicos” del extinto bloque del Este, ponía el acento en la necesidad de que un proyecto socialista establezca diferentes “controles del poder”, tanto dentro del estado como desde fuera: ello supone, sostiene, “un sistema de ‘poder dual’ en el que el poder estatal y el poder popular se complementan, pero también se controlan”. A esto añadía lo que él definía como el “principio humano” del socialismo: la capacidad de “convencer a la mayoría de la gente de que representa no sólo una mayoría material y un uso más racional de los recursos de lo que el capitalismo es capaz de hacer, sino que también representa un gobierno más humanitario” (Miliband, 1993: 36-38).
En su última obra concreta más sus tesis anteriores, propugnando que la centralidad del proyecto democrático ha de estar en una nueva Constitución que establezca el diseño de lo que ha de ser un proceso de transición al socialismo: “El constitucionalismo ha sido a menudo un baluarte frente a la intrusión democrática en los intereses de clase inamovibles, pero también es crucial para la protección de los derechos básicos” (Miliband, 1994: 100).
Una Constitución que, según Miliband, debería incorporar la separación de poderes pero a la vez limitar el alcance de las decisiones del poder judicial para que no se erija por encima del parlamentario; una cuestión que ha sido y sigue siendo central en procesos de cambio vividos en muchos países. En cuanto a la arquitectura institucional democrática, apuesta claramente por combinar democracia participativa con democracia representativa y territorial, deseablemente federal.
Sin embargo, Miliband no olvida una premisa fundamental de todo lo anterior: la condición de posibilidad de una democracia socialista “depende totalmente de una socialización creciente de la economía”, o sea, de “la disminución drástica de las desigualdades que caracterizan a las sociedades capitalistas” (Miliband, 1994: 124-125). Desigualdades que, integrando junto a las de clase las derivadas del patriarcado y del racismo así como la crisis ecológica, ya había analizado críticamente en trabajos anteriores.
En Ernest Mandel y sus debates con otros pensadores, como Poulantzas y Miliband pero también Norberto Bobbio, podemos comprobar una interesante evolución que llegará a su madurez en Poder y dinero, su última gran obra, publicada originalmente en 1992.
Así, si en sus artículos en polémica con el eurocomunismo son evidentes las diferencias que mantiene respecto a la caracterización del Estado y a la estrategia a desarrollar para alcanzar el socialismo, no por ello rechaza la hipótesis de que en el marco de una democracia socialista pudiera haber una combinación de democracia representativa y democracia directa:
Sobre la cuestión de saber si hace falta o no una asamblea elegida por sufragio universal al lado de un congreso de consejos obreros en el marco de una democracia socialista, podríamos discutir sin acalorarnos demasiado unos y otros, una vez destruido el poder económico y el poder de Estado de la burguesía. Esta no es más que una cuestión táctica, no una posición de principio (1977: 295).
En Poder y dinero da nuevos pasos en sus reflexiones mediante una contribución más sistemática en el último capítulo, insertándola en la tendencia a la “autoadministración, abundancia y extinción de la burocracia”. Para ello defiende la necesidad de unas precondiciones políticas: el crecimiento de una democracia política (plural e integral, multipartidista y respetuosa de las libertades políticas); la necesidad de complementar las formas representativas, indirectas, por un amplio abanico de expresiones directas de democracia, o el uso a gran escala del referéndum, caminando hacia un sistema “donde los derechos de un organismo de tipo parlamentario estén limitados por los derechos de otras cámaras (nacionalidades, mujeres, productores, etc.)” (Mandel, 1994: 285-288). Junto a esas precondiciones políticas, Mandel defiende que tiene que haber unas condiciones sociales para llevarlas a cabo: principalmente “una severa reducción de la jornada diaria (o semanal) de trabajo”, ya que “no se puede dar un progreso cualitativo real hacia la autogestión a menos que el pueblo tenga el tiempo necesario para administrar los asuntos de su lugar de trabajo o de su barrio (…) sin contar la ‘segunda jornada’ de la mujer en el hogar” (Mandel, 1994: 288-289). Una medida que debería ir acompañada por el más amplio acceso a la información y por una política educativa capaz de elevar el nivel mínimo de cultura general y habilidad profesional.
Ambas condiciones políticas y sociales tendrían que ir unidas a las económicas que, según Mandel, deberían basarse en una definición correcta de la “abundancia”, entendida como “saturación de la demanda”, pero teniendo en cuenta “los peligros que amenazan a los recursos no renovables de la tierra y al medio natural” (Mandel, 1994: 296). Todas esas condiciones deberían ir acompañadas de la “socialización (apropiación social) de una gran parte del producto social excedente, justificada tanto por razones de justicia social como de eficacia económica” (Mandel, 1994: 308).
Más allá del uso de conceptos y propuestas controvertidas, como “abundancia” o la creación de una cámara de mujeres, podemos encontrar en estos aportes de quien fue dirigente de la IV Internacional una idea compleja de democracia participativa de tipo mixto, radicalmente antiburocrática.
En una orientación semejante podemos caracterizar las aportaciones de Antoine Artous, quien ha ido extrayendo balances críticos de pasados debates para formular propuestas que incluyen la articulación entre diferentes formas de autoorganización, de democracia semidirecta y de democracia representativa o delegada, tanto en el ámbito territorial como en el socioeconómico (Artous, 2005).
En resumen, pese a las diferencias estratégicas existentes entre estos pensadores, se puede reconocer su coincidencia en la apuesta por una democracia mixta, que sea capaz de reflejar la pluralidad en todas las esferas de la nueva sociedad en construcción, y no sólo la exclusiva de un modelo consejista basado sólo en los centros de trabajo. Asimismo, una reivindicación firme de libertades políticas y derechos fundamentales y de un garantismo jurídico dispuesto a poner freno a toda tendencia autoritaria.
Paralelamente, más allá del ámbito occidental y a partir, sobre todo, del decenio de los 90 del pasado siglo han ido emergiendo nuevas experiencias de autogobierno que siguen hoy vivas, como la que se desarrolla en los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) en Chiapas y la del confederalismo kurdo. Ambas, junto a sus vínculos con sus respectivas tradiciones comunitarias, enlazan con el hilo rojo de la Comuna de París y van más allá: son prácticas democráticas que buscan superar el paradigma nacional-estatalista y demoliberal desde una mirada anticolonial, plurinacional, ecosocial y radicalmente feminista. También podríamos referirnos a otros casos, como el de la Democracia Participativa Local y Descentralizada en el Estado de Kerala (Pinto y Rodríguez-Villasante, 2011), o a otros limitados a la escala municipal y más constreñidos por el contexto neoliberal, como el que tomó como referencia los Presupuestos participativos en Porto Alegre (Brasil), muy popularizado en el marco del movimiento antiglobalización y de los Foros Sociales Mundiales.
Asimismo, es obligado mencionar las olas de movilización popular que en algunos países de América Latina (como el “ciclo rebelde” de 2000 a 2005 en Bolivia) crearon las condiciones para la apertura de procesos constituyentes participativos e innovadores en reconocimiento de derechos y distintas formas de democracia (como la comunitaria), si bien con desigual fortuna en su materialización posterior. En ellos hemos podido comprobar cómo se ha ido enriqueciendo la agenda de temas de debate y de propuestas en torno a proyectos de democracia y de sociedad alternativos al neoliberalismo .
¿Qué democracia socialista?
Apoyándonos en estos y otros debates que no hemos podido incluir en este sucinto recorrido, creo que se pueden desprender algunas premisas de partida a la hora de abordar un proyecto de democracia socialista. Entre ellas, la necesidad de superar viejas falsas dicotomías -entre economía y ecología, entre ambas y la política, entre producción y reproducción, entre el Norte y el Sur, entre lo privado y lo público, entre ciudadanía y extranjería,…- con el fin de alcanzar una democratización radical del conjunto de esas esferas. Asimismo, la centralidad estratégica que han de alcanzar las estructuras de contrapoder popular en todo proceso revolucionario pero, a su vez, la necesidad de combinarlas con otras formas institucionales de democracia, liberándolas de las constricciones de todo tipo existentes bajo el capitalismo, como la mejor vía para expresar la voluntad general del nuevo demos en toda su pluralidad y diversidad.
Para todo ello deberemos partir de la convicción de que las condiciones previas de posibilidad de una democracia socialista exigen llevar a cabo un proceso previo de ruptura con el capitalismo, protagonizado por un nuevo poder constituyente soberano dispuesto a proceder al desmantelamiento, desburocratización y desmilitarización del Estado y a hacer incursiones en la propiedad privada de los sectores clave de la economía. Será así como se podrá caminar hacia la socialización de bienes públicos y comunes y al reparto de los trabajos y los tiempos, mediante una planificación democrática de la transformación del sistema productivo y la generalización de la autogestión a partir de consejos económicos y sociales electos desde la escala empresarial hasta las escalas superiores (Cukier, 2020). Tareas todas ellas que exigen una revolución político-cultural que apueste por un ecosocialismo feminista, anticolonial, antirracista y superador de toda forma de explotación, dominación o despotismo.
Todo ese proceso debería ir acompañado por el pleno desarrollo de las libertades políticas y derechos fundamentales a partir de una concepción republicana antioligárquica (Domènech, 2019), antipatriarcal y laica de la ciudadanía, con el fin impulsar procesos deliberativos y participativos que combinen formas directas y comunitarias (autoorganización, asambleas, comunalismo), semidirectas (referéndum, Iniciativas Legislativas Populares…), indirectas o representativas –o, más bien, delegadas (con rotatividad y revocabilidad, salario igual al medio de un trabajador/a…)-, paritarias, en sus distintas escalas y ámbitos (territorial, plurinacional y pluricultural, económico, político, de géneros…); que pueda incluir también mecanismos de elección por sorteo para determinadas iniciativas deliberativas o instituciones; que articule, en resumen, un reparto abierto de competencias y legitimidades en el marco de una poliarquía institucional, social y transversal (Martínez-Palacios, 2018), alejada de modelos presidenciales y plebiscitarios, y capaz de lograr consensos y/o mayorías concurrentes, pero a su vez de respetar el derecho al disenso.
Un Estado de transición al socialismo deberá ser un Estado de derecho, basado en un garantismo y un pluralismo jurídicos que recojan las conquistas democráticas alcanzadas a lo largo de la historia, dentro de un equilibrio entre los distintos poderes, todos ellos sometidos a formas de elección, control y revocabilidad por parte de la ciudadanía.
Last but not least, todo lo anterior no debe hacernos olvidar que cualquier proceso de construcción de una democracia socialista que no llegue a extenderse a escala internacional se va a ver sometido a amenazas externas e internas que plantearán conflictos y dilemas difíciles de resolver por el nuevo bloque histórico hegemonizado por las clases hasta entonces subalternas. Saber asumirlos y superarlos de forma que eviten una involución autoritaria del proceso será sin duda un reto fundamental e ineludible.