Republicanos de Pontevedra: a juzgar por lo que en estas provincias acontece, debe de estar cerca la República. En todas partes hallo corazones entusiastas y gentes que aclaman la nueva forma de gobierno. La encarezco yo donde quiera que hablo, pero abogando a la vez por la autonomía de las provincias y los pueblos, como en otros tiempos abogaba por la del individuo, es decir, por todas las libertades que integran la personalidad del hombre.
Las provincias y los pueblos están hoy sujetos a una ver gonzosa tutela. En leyes inflexibles se fija el número de concejales que han de componer cada ayuntamiento y el número de representantes que ha de tener cada provincia: se marcan taxativamente las atribuciones de unos y otros cuerpos y no se les permite saltar tan estrechos límites sino instruyendo largos y costosos expedientes. Aun dentro del círculo que se les traza nada pueden deliberar ni decidir sin la sombra del Estado, sin el asentimiento de un gobernador que los preside, los puede suspender, puede suspenderles los acuerdos y los obliga cuando quiere a que le abran los libros de actas, los de contabilidad, los documentos de archivo y aun las mismas arcas. Los ayuntamientos viven aun en más dura servidumbre: han de abrir sus arcas y sus libros no sólo al gobernador si no también a cualquier delegado que éste les envíe. En las poblaciones de más de seis mil almas no pueden ni siquiera elegir sus alcaldes; se los nombra el rey, en las provincias entre los concejales, en Madrid aun entre personas enteramente ajenas al municipio. No cabe mayor humillación ni mayor vergüenza.
¿Puede continuar este estado de cosas? ¿Podría sobre todo continuar establecida la República? Cambiaríamos de tirano, no de tiranía. Se falsearía de igual modo que ahora la voluntad al pueblo; seguirían el poder legislativo y el poder judicial al antojo del poder ejecutivo. Ved donde es más sólida y próspera la República. Lo es principalmente en Washington y en Suiza, donde cada región constituye un Estado y tiene su constitución política, su gobierno, sus cortes, su milicia, su hacienda, su administración toda, y no está supeditada al poder central sino en todo lo que afecta la vida de la nación y los intereses comunes a todos los citados. Cada región es allí un foco de actividad y de energía, y el esfuerzo de todas las regiones da a la nación fuerza en lo interior y en lo exterior, riqueza, desarrollo cada vez más vivo a la agricultura, la industria y el comercio. No han de pedir allí las regiones la venia del Estado para contraer empréstitos; los contraen según lo exigen, por una parte sus atenciones y sus propósitos, por otra la extensión de su crédito.
La autonomía es hoy en la política el principio dominante.
Por ella pretende Gladstone resolver la cuestión de Irlanda; por ella resuelven los gobiernos todos de Inglaterra la cuestión de las colonias. Es ya autónomo el Canadá, van siendo autónomas las posesiones de Oceanía. Allí está esta famosa confederación de la Australasia, que recientemente quería de elección del pueblo hasta el cargo de gobernador, hoy de nombramiento de la reina. Ni hace aún mucho tiempo que Austria puso fin por este principio a sus eternas cuestiones con Hungría. Se sublevó Hungría contra el imperio el año 1848, en que la revolución francesa conmovió todas las monarquías de Europa y fue vencida por la traición de uno de sus generales y el apoyo de Rusia. Austria comprendió que no había de ser aquélla la última insurrección de los húngaros, y se decidió a devolverles la autonomía dejándoles que se gobernaran por sí en todo lo que a sus particulares intereses correspondiera y no estuvieran enlazados con ella sino por el vínculo de los intereses comunes. Tarde o temprano deberá hacer otro tanto con Bohemia.
Congratulome que el Sr. Vilas, en nombre del partido progresista y el Sr. Piernas, en nombre del partido centralista, hayan aceptado tan salvador principio. Sólo por esta comunidad de ideas puede ser íntima y eficaz la unión de los partidos republicanos. La autonomía de las regiones y de los municipios ha entrado ya en la conciencia pública; domina hoy en España el mundo político como lo dominaba la del individuo antes de la revolución de Septiembre. ¡Es tan racional, tan lógica!
Aquí en Galicia hay una cuestión de trascendencia, la de los foros; otra no menos importante, la extremada división de la tierra.
Autónomas las regiones, a Galicia corresponderá resolverlas: y ¿quién mejor que ella podrá decidirlas con acierto? La autonomía lleva consigo a las regiones la facultad de hacer leyes. Vosotros tenéis una sociedad familiar que no existe en ninguna otra región de España, podréis erigir en ley lo que ahora es simple costumbre.
No extrañéis que os hable más de autonomía que de República.
La República la queréis todos; sobre la autonomía tenéis aún muchas vacilaciones y dudas. No olvidéis que la libertad es la base de la democracia y no son libres ni los municipios ni las provincias. Como seáis sinceros demócratas, no podréis menos de admitir el nuevo principio.
Algo debo deciros, con todo, en favor de la República. A los argumentos que combatí en Vigo debo añadir otro que no es para olvidarlo. La monarquía, dicen, es el orden permanente; la República, la perturbación constante: cada elección presidencial es un combate. Mentira parece que tal se diga.
Todo el oro vertido y toda la sangre derramada en las agitaciones de la política libre no son ni remotamente comparables con el que se vierte y la que se derrama en una de estas fatales guerras de sucesión por las que hemos pasado. En el siglo anterior, por si debía reinar aquí Felipe V o el archiduque de Austria, hubo una guerra de años que ensangrentó toda la tierra de España, trajo una intervención europea y acabó con pasar a fuego y sangre la ciudad de Barcelona. En este siglo, por si debía regirnos la rama de don Carlos o la de don Fernando, hemos debido sos tener otras dos largas guerras que no han costado ni menos oro ni me nos sangre y han dado origen a los más horrendos crímenes. Nos amenazan aún con otra guerra los carlistas, y entre las dos que he indicado han ocurrido alzamientos más o menos fugaces y una guerra que, sostenida por Cabrera, duró cerca de dos años. Habladme del orden per manente de la monarquía: no estoy lejos de setenta años y en lo que mi memoria alcanza no he visto sino una serie de revoluciones, reacciones y desastres. Bajo la República ¿qué conflictos trae ni en Suiza ni en los Estados Unidos de América la elección del presidente?
La unión no hay motivo para que particularmente la trate. Aceptada la autonomía de las regiones y los municipios, está hecha. Cómo esa autonomía haya de ser, os lo he dicho. Os he recordado las repúblicas de Suiza y de la América del Norte; para la autonomía de las regiones aquí está el modelo. Para la de los municipios, el patrón es también indiscutible. Lo que es la región respecto a los intereses regionales ha de ser respecto a los municipales el municipio.
Diríjome ahora a la juventud de Pontevedra, jóvenes que me escucháis, mucho pueden las armas, mucho también las ideas. Propagad y difundid por todos los ámbitos de Galicia la República y la autonomía. No perdonéis medio por llevarlas al último aldeano y a la última aldea. Emplead, si podéis, no sólo la peroración, sino también la poesía y el arte. La poesía y el arte hablan al corazón y los pueblos entienden mejor el lenguaje de los sentidos y el del sentimiento que el de la razón fría y austera. Si el arte y la poesía llenan el fin a que están llamados, deben ser el azote de toda tiranía y los precursores de toda idea que apunte en los horizontes de la vida.
Hablad y hablad sin vacilación ni miedo. No siguen los pueblos al que duda, sino al que afirma. No os preocupéis jamás con lo que dirán los que os oyen; ni, llevados de este temor, encubráis la verdad que asusta. Como encargué un día a los jóvenes de Cataluña, afilad, por el contrario vuestras ideas como las espadas, a fin de que penetren mejor en el corazón de las muchedumbres. ¡Desdichada la idea que no alarma! Nace muerta.
Cuando nosotros empezamos a defender la democracia se nos tachó de locos, de perturbadores, de hombres que veníamos a interrumpir la marcha de la revolución y a provocar reacciones terribles; hoy aceptan, aun los conservadores, aquellos principios que tanto pavor infundían. Tomad ejemplo en esta historia de ayer, y no tardaréis en ver establecida y consolidada la República.
Fuente: Pi y Margall: Federalismo y República. Edición de Antonio Santamaría