Republicanos españoles en la liberación de París

La vida de Luís Martí Bielsa

París se lanzó a la calle, y apareció una consigna unánime: París debía ser liberado por los franceses. Tanto el PC francés, que en­cabezaba la lucha en las calles, como las directrices del Gobierno Provi­sional de la República coincidían en la idea de que, si los esta­dounidenses llegaban a considerarse los liberadores de París, costaría mucho quitárselos de encima. El desarrollo de los hechos les dio la razón. Costó lo indecible desembarazarse de un Ejército norteamericano que se consideraba con derechos sobre Francia, al que hubo de pagar las instalaciones que los americanos habían construido para su comodidad.

Hubo combates y también bajas. Un millar de resistentes y seiscientos civiles, por una parte, y un total de dos mil soldados alemanes, por otra, son las cifras que se barajan cuando se habla de la liberación de París. Parece mentira cómo puede manipularse la historia. Incluso en los libros de texto de las escuelas se atribuye el mérito de la liberación de la capital francesa a la 2ª División Blindada del general Leclair, resarciéndose así de la vergüenza de la drôle de guerre («guerra de broma»), en la que Francia no opuso resistencia alguna. En todo caso, en un principio fue solo la 9ª Compañía, la del capitán Dronne, la que entró en París. Casi todos sus componentes eran españoles republicanos, muchos de ellos reclutados por la fuerza por la Legión Extranjera. Habían tenido que elegir entre esta última o ser repatriados a la España de Franco. Algunos desertaron de la Legión y fueron a luchar a las filas de la organización guerrillera. Según nos explica el «último superviviente de la Nueve», Luis Royo, en una entrevista publicada en el diario El País (22-8-2004), y mi propio testimonio, pocos llegaron a ver acabada la Segunda Guerra Mundial. La mayoría se dejarían la piel en los combates que librarían camino de Berlín.

Al margen de algún hecho puntual, la participación española en la liberación de París fue más bien discreta. Teníamos lo que podríamos llamar nuestro Estado Mayor en un almacén de importación de frutas de España en el bulevar de Sebastopol. Desde aquel almacén salían los compañeros en misiones muy concretas, casi siempre para abastecernos de armamento pensando en España. Estábamos convencidos de que una vez liberada Francia le llegaría el turno a España, y por lo mismo teníamos que acumular cuantas más armas mejor. Las armas las tuvimos; pocos días después de la liberación de París, nuestros compatriotas de la 9ª nos regalaron un camión cargado de armamento.

Pero, si hemos de ser justos, la intervención de la 9ª de Leclair fue providencial para los que nos habíamos lanzado a la calle para la insurrección. Los alemanes jamás se hubiesen rendido al pueblo de París y podían decidir salir a la desesperada de los cuarteles; podía haberse producido un baño de sangre, ya que no solo estaban las tropas que habían conquistado París, sino también todas las que, procedentes del frente del Atlántico, habían buscado en los cuarteles ocupados por los alemanes un lugar donde cobijarse al no saber cómo salir de París. Hay que tener en cuenta que para pasar a Alemania las tropas que los alemanes tenían en el Atlántico tenían forzosamente que atravesar París, así que el mando alemán había instalado unas señales con unas flechas, que indicaban a las tropas en retirada el camino que debían seguir hasta Berlín. Pues bien, el pueblo de París, que es muy ingenioso, una noche se dedicó a cambiar el sentido de las flechas, de modo que seguir las indicaciones su­ponía dar vueltas por las calles de la capital sin encontrar la salida.

Los combatientes voluntarios que habían improvisado barricadas tenían la consigna de dejar pasar la caravana de camiones alemanes y enfrentarse tan solo al último camión, lo que suponía que se iba reduciendo el número de vehículos en retirada a medida que perdían el último en cada barricada (había muchas y no faltaban voluntarios). Al darse cuenta de la estratagema, los alemanes escogieron cobijarse en los cuarteles parisinos que estaban ocupados por sus fuerzas. Por eso decía que la llegada de Leclair fue providencial para los que estábamos en la calle a pecho descubierto, con pocas armas y sin apenas munición.

La lucha en la calle la dirigía fundamentalmente el PC francés. La derecha, en un intento de acabar con la insurrección ante el cariz que iba tomando la lucha, intentó por dos veces establecer una tregua que permitiera a las tropas nazis salir de París y poner fin así a la presencia de los parisinos en las calles de la capital. Por dos veces el PC de París lo impidió. Sabía que la intención de los alemanes era destruir la ciudad si se veían obligados a abandonarla.

Los que vivimos y conocimos la ocupación nazi estamos convencidos de que si el general Von Choltitz no dejó París en llamas, como había ordenado Hitler, no fue por consideración ni por sus buenos sentimientos, sino porque no se le permitió hacerlo. La Resistencia controló en todo momento la red del metro y la de catacumbas, y mantuvo recluidas a las tropas alemanas en sus recintos hasta la firma de la rendición. Hay que resaltar que, cuando llegó el momento, intentaron que en el documento no figurase la firma de Henri Rol-Tanguy. Querían que en él solo figurasen los nombres de los militares y no los de la Resistencia, al frente de la cual estaba Rol-Tanguy, un conocido brigadista internacional. No querían que en el documento quedara reflejada la labor desarrollada por la insurrección parisina ni adjudicar la liberación de la capital a la movilización del pueblo siguiendo la llamada del PC francés. Rol-Tanguy se mostró inflexible y, avalado por el pueblo en armas, estampó su firma en el documento.
Creo que, llegados a este punto, convendría que explicara, aunque solo sea por encima, cuál era mi vida en aquel París tan interesante como inseguro, donde podía pasar de todo y en cualquier momento.

Debo decir que todos los días los hombres de la familia íbamos a trabajar. Teníamos que coger el primer metro si queríamos llegar a la hora de fichar, el de las seis de la mañana. Nuestra madre ya nos tenía preparadas las fiambreras y un bocadillo para el almuerzo. Mi padre trabajaba como peón en un chantier, labor de pico y pala, pero sus compañeros, en atención a su edad y personalidad, lo habían nombrado «listero», o sea, la persona que tomaba nota de la gente que trabajaba y de los días y horas que hacían para que se pudiera preparar la nómina y que cada uno recibiese lo que le correspondía. Mi padre, en agradecimiento, siempre añadía alguna hora extra. Antes de mi detención, mi hermano y yo siempre íbamos juntos porque trabajábamos en la misma empresa, pero en secciones diferentes.

No vivíamos mal. El hotel no era gran cosa, pero era de lo más decente del barrio.

Teníamos alquiladas tres habitaciones. Una era la de los padres, que además servía de comedor y sala de estar donde pasábamos el rato después de cenar y hacíamos vida de familia. Una segunda habitación era la de Juanita, la compañera de Rafael, y la tercera era para los dos hermanos, Javier y yo. Las tres habitaciones ocupaban un ala del edificio, un pasillo donde, además de las tres habitaciones, había una «turca», un excusado que, como ocupábamos todo el ala del edificio, se convertía en familiar, algo que no resultaba tan violento y nos permitía cerrar la puerta que daba al rellano de la escalera, con ascensor, convirtiéndolo en un pequeño apartamento. Cobrábamos cada quince días, y con una de las pagas pagábamos el apartamento (alojamiento); el resto era para comer. Si sobraba algún franco nos lo repartíamos en función de las necesidades de cada uno (salir con los amigos o ir al cine). El lujo que nos permitíamos era hacer un demi–panaché (cerveza con gaseosa), y no podíamos olvidarnos de comprar la tarjeta para el metro, válida para toda la semana. La «colla» era una panda de amigos más o menos del barrio con los que compartíamos los ratos de ocio, que no eran muchos (en principio los dos hermanos Osuna, Gorito y Minin, Alamillo, José, que dejó la pandilla al casarse, Xiribitas, mi hermano y yo). Más tarde se animó el Rubio, Agustín Díaz, un amigo mío del que ya he hablado cuando lo de la CTE nº 173. Esto, sin embargo, merece un punto y aparte.

A los compañeros de la CTE nº 173 les había perdido totalmente la pista. Cuando la compañía salió de Saint-Loup para Charente, perdí el contacto con todos ellos. Pero un domingo estaba yo con dos chicas, preocupado porque solo había quedado con una y esta se presentó con una amiga —yo tenía el «chaleco enfermo» y me costaba invitar a las dos al cine, que es lo que esperaban—, y he aquí que al final de las escaleras del bulevar vi a uno, que a pesar de la distancia reconocí. Era Pío Frías, aquel gallego de la compañía que había sido enlace con el Campesino durante la guerra. El grito que le solté lo oyeron hasta los sordos. Él también me reconoció y se paró para esperarme. Yo bajaba los peldaños de cuatro en cuatro, con las dos chicas siguiéndome sin saber a qué obedecían mi grito y la escapada que había emprendido.

Fue un gran encuentro. Habíamos sido buenos amigos. Me explicó que vivía en París con su hermana, que su cuñado había caído prisionero de los alemanes —era teniente del ejército, además de comisario de policía—, que al día siguiente ingresaría en una clínica para ser operado del estómago. Este podría ser el resumen de nuestra primera —y última— conversación. Fuimos a un cine de la rue Pigalle, él invitó a la amiga y solucionó mi problema económico; nos despe­dimos y, por si acaso, me dio la dirección de la hermana y de la clínica donde iba a ser intervenido.

Fragmento del libro de Lluís Martí Bielsa Uno entre tantos. Memorias de un hombre con suerte.
Libros relacionados:

Uno entre tantos