No hace aún seis meses que Rodríguez Zapatero, en un acto en San Sebastián en plena campaña electoral, sorprendió a todos con la profundidad de su pensamiento, afirmando que el infinito es el infinito y alguna otra lindeza parecida. Los primeros asombrados fueron los asistentes, solo había que ver sus caras. En segundo lugar, los medios de comunicación calificaron la intervención con los epítetos más variopintos: extraña, sorprendente, surrealista, delirante, tremenda, peculiar y algunos otros más. Pienso que el pasmo, más que por el contenido, fue por los gestos un tanto distorsionados que acompañaron sus palabras.
Escribía yo entonces en estas mismas páginas que en realidad, si lo pensábamos bien, el hecho no era tan asombroso, lo que ocurría era que nos habíamos olvidado de cómo era Zapatero. Ahora que ha vuelto de Venezuela, el día a día nos está recordando quién es. Yo tengo que reconocer que nunca había borrado de mi memoria cómo era y, sobre todo, lo tremendamente desastroso que fue su gobierno.
Estos días en Coria del Rio (Sevilla) ha repetido un numerito parecido al de San Sebastián. Ha sido con ocasión de recibir el Premio 4 de diciembre, que otorga la Fundación Andalucía, Socialismo y Democracia y que preside el expresidente de la Junta Rafael Escuredo. De quien sí nos habíamos olvidado era del primer presidente socialista de la Junta de Andalucía. Creíamos que había abandonado por completo la política después de ese paseíllo por las puertas giratorias, dedicándose a la consultoría y las relaciones públicas (léase lobby). Cuentan las malas lenguas que Escuredo tenía un sistema muy original. En realidad, no hacía tráfico de influencias. Solo lo aparentaba. Ante cualquier demanda de su intercesión para conseguir algún favor administrativo, sugería al peticionario que no se preocupase, que hiciese formalmente la solicitud, que en principio no cobraba nada, solo lo haría si la gestión tenía éxito. Se limitaba a esperar la solución del asunto por las vías ordinarias. Si el resultado era negativo se reducía a decir que no había podido ser; si era positivo, presentaba la minuta.
Pero retornemos a Zapatero. Sus correligionarios, con Escuredo y Espadas a la cabeza, le han entregado el Premio 4 de diciembre. La distinción rememora cómo en esa fecha hace muchos años, Andalucía se echó a la calle para proclamar que no estaba dispuesta a ser menos que Cataluña, País Vasco o Galicia. Un poco más y le dan el galardón a Sánchez. Porque tanto él como Zapatero lo que defienden ahora es todo lo contrario: establecer la supremacía de Cataluña sobre el resto de las comunidades. Todo muy coherente. No sé cómo a los socialistas andaluces no se les cae la cara de vergüenza por mantener un premio con ese título y, sobre todo, por otorgárselo a Zapatero.
En su alocución en Coria del Río, con gestos y poses parecidos a los de San Sebastián, Zapatero hizo una defensa cerrada del Gobierno de Sánchez, y en esta ocasión su discurso metafísico dejó al margen el infinito y se centró en los partidos políticos. Sus agudas observaciones giraron acerca de lo importantes que son, y en proclamar y defender su libertad para juntarse con quien quieran, cómo y cuando quieran.
Es una pena que, así como Jordi Sevilla le enseñó en dos días economía, no hubiera alguien que se hubiese prestado a darle algunas lecciones de antropología, incluso de teoría política, porque nadie es libre totalmente. Empezando por la limitación que nos impone la misma naturaleza, y continuando por la que también establece la sociedad, que para garantizar la libertad de todos necesita recortarla. De lo contrario se caería en la anarquía. Mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás y mi puño finaliza allí donde están situadas las narices del vecino. La libertad de asociación debe estar asegurada, pero cuando la reunión es para delinquir tiene que actuar el Código Penal.
El mismo Zapatero ponderó lo importantes que son los partidos políticos, pero se olvidó de añadir su carácter público, no solo porque se financien en gran parte con subvenciones, sino porque son piezas esenciales del sistema democrático, luego sus acciones y actuaciones deben estar vigiladas y limitadas por el impacto que puedan causar en la sociedad.
De todas formas no deja de ser paradójico que Zapatero defienda con tanto ahínco la libertad absoluta de las formaciones políticas, cuando al mismo tiempo ese gobierno al que tanto ensalza aprueba de nuevo un proyecto de ley en el que se pretende imponer a los partidos la composición de sus listas electorales, sometiéndoles a la obligación de llevar en sus candidaturas al menos el cuarenta por ciento de mujeres. Eso sí que parece una limitación totalmente arbitraria en función de una determinada ideología, que no tiene por qué ser unánime en el sistema democrático.
Uno se plantea que, puestos a establecer cuotas, por qué no también para los homosexuales o incluso para los trans, y quizás con mayor razón, ¿por qué no para las personas con cualquier tipo de discapacidad? Y, llevado al extremo el argumento, por qué no imponer la exigencia de que en todas las candidaturas haya cuotas de ciudadanos de todas y cada una de las autonomías, con lo que habríamos terminado con los partidos nacionalistas o regionalistas. ¿Se puede obligar a las formaciones políticas a que no incorporen en sus listas a los que consideran más capaces sean cuales sean su género y demás condiciones?
Rodríguez Zapatero defendió que las amnistías traen siempre cosas buenas, y añadió que “lo diremos, lo recordaremos, lo afirmaremos, lo defenderemos, nos sentiremos orgullosos de este momento». Y continuó afirmando que esta amnistía llega a tiempo «para volver a empezar a compartir un destino con Cataluña, con el principio del entendimiento”. La visión profética no ha sido nunca su fuerte. Ahí está la crisis económica de 2008 que negaba. Parece que tampoco la sintaxis lo es.
Cataluña comparte desde hace muchos siglos un destino común con el resto de España. Incluso, si analizamos la historia reciente, el destino común aparece de forma evidente en la Constitución del 78, cuyo apoyo en la sociedad catalana fue de los más altos entre todas las autonomías. Si ahora hay que retornar, será porque en algún momento habrá existido una involución y ese instante no puede ser otro que cuando Zapatero con la mayor frivolidad gritó eso de “Pascual, yo prometo aprobar en España lo que traigas de Cataluña”, y propició que las Cortes diesen su aprobación a un estatuto claramente inconstitucional.
Zapatero se siente dichoso del momento actual y anunció la llegada –bajo la égida de Sánchez– de una nueva Arcadia llena de prosperidad, igualdad y con una justicia fiscal que va a ser la mayor de la historia. Él de justicia fiscal debe de saber mucho porque dijo eso de que bajar los impuestos es de izquierdas y propuso –¡menos mal que no llegó a ponerlo en práctica!– un tipo único para el IRPF. Eliminó el impuesto de patrimonio, vació en buena medida el impuesto de sociedades y protagonizó el suceso más bochornoso respecto a las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV).
No es el momento de explicar en qué consisten las SICAV, pero sí de señalar que estas entidades se han convertido en el instrumento perfecto para que las grandes fortunas del país las utilicen con fraude de ley para administrar su patrimonio mobiliario, soportando un gravamen muy inferior al que les correspondería si empleasen una sociedad anónima común. La Agencia Tributaria inició en 2004 distintas inspecciones que dieron como resultado el levantamiento de actas a una serie de SICAV que se consideraban fraudulentas, elevando el gravamen desde el 1% pagado inicialmente hasta el 35%, tipo entonces vigente del Impuesto sobre Sociedades.
Tales actuaciones levantaron de inmediato todo tipo de reacciones y presiones encaminadas a arrebatar a la Inspección fiscal la competencia para decidir si una determinada entidad cumplía o no los requisitos para ser SICAV y entregársela a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), cuya presidencia recaía entones en un amigo del ministro Pedro Solbes.
Prescindiendo de los recovecos seguidos en la consecución de esta finalidad, lo cierto es que, con el beneplácito de Rodríguez Zapatero, se aprobó en el Parlamento una enmienda presentada por ese partido tan progresista, que era CiU, por la que se despojaba de la competencia a la Inspección de Hacienda, cosa insólita, y se le atribuía a un organismo cuyas preocupaciones estaban ajenas a este objetivo y que tampoco contaba con medios para perseguir el fraude fiscal. Y, además, la medida se aprobaba con carácter retroactivo, con lo que se concedía una amnistía y se dejaban sin efecto las actas levantadas por la Inspección.
Ni que decir tiene que la CNMV no ha hecho una sola vez la menor intención de declarar fraudulenta a ninguna SICAV, y el Gobierno de Zapatero mostró así su voluntad no solo de mantener el régimen fiscal privilegiado de estas sociedades, sino también de permitir que tal beneficio se utilizase fraudulentamente a través de testaferros. Todo muy progresista.
Esperemos que no sea esta la justicia fiscal que anuncia el expresidente para el futuro, como tampoco que esa Arcadia feliz pletórica de prosperidad e igualdad que profetiza se parezca al panorama de pobreza y ruina que nos dejó su gobierno, al crear las condiciones para que se hundiese la economía y se hiciesen imprescindibles todo tipo de ajustes y recortes. Hemos olvidado ya que, aun cuando ahora se presenten como aliados y amigos, la revuelta de los indignados y el 15 M comenzaron estando él de presidente del gobierno.
Me temo, no obstante, que esa nueva etapa que anuncia Zapatero será aún peor. En el fondo él es tan solo el profeta, un precursor, y además naif, insustancial y frívolo. Otra cosa distinta es Sánchez. Lo que nos espera bajo su nuevo mandato puede ser infinitamente más oneroso y lóbrego. ¿Tierra firme? Tierra quemada.