La política como opio del pueblo

Dibujo de mano representa el poder
Creo que fue Valéry quien dijo que la política es el arte de impedir que la gente se dedique a los problemas que realmente le preocupan. Esto no es una sencilla boutade sino una descripción en profundidad. Sorprende y aterra constatar en todo momento cómo el discurso estereotipado de la política, que no es sino el lenguaje de la administración del poder –ya se sitúe tal administración en un nostálgico pasado que hay que recuperar, en un presente que hay que defender con uñas y dientes o en un radiante futuro a conquistar– bloquea cualquier enfoque radicalmente crítico del enfrentamiento contra el poder mismo y contra la sumisión a la necesidad y la muerte que impone a la vida cotidiana. El juego político aparece ante el fascinado espectador como sumamente variado y adaptable a las nuevas circunstancias, pero en realidad se mueve dentro de unos rígidos esquemas absolutamente cerrados, pura autorreproducción de lo mismo que sólo acepta novedades para reiterarse en conjunto mejor, tal como las grandes empresas automovilísticas cambian cada año el picaporte de las portezuelas o los ceniceros de los coches con el fin de vender como último modelo una mercancía vieja y quizá incluso secretamente degradada. Fenómeno interesante que viene a corroborar lo dicho es la creciente dificultad con que se tropieza al intentar diferenciar entre sí los grupos o sistemas políticos. Como el lenguaje propagandístico está ya sumamente codificado y admite pocas variaciones eficaces para el éxito electoral –al estudio y clarificación de los problemas ya se ha renunciado casi de antemano–, todos los políticos se ven constreñidos a manipular poco más de una docena de términos-fetiche (justicia, democracia, ley, progreso, orden, bienestar, libertad …), lo que acaba en una desconcertante identidad entre los dogmas y proyectos de los partidos más dispares: dado que cada cual, al mezclar sus fichas verbales, está no sólo pendiente de promocionar su ideario sino de desestribar al del vecino, las combinaciones de los lemas se entrecruzan y superponen como en el juego del Scrabble, resultando que si tú me pones “riqueza” yo te pongo “justicia” y a partir de tu “bienestar” yo te escribiré mi “libertad”…

Nadie renuncia a ningún grito de guerra y, en el guirigay, todos suenan a lo mismo. Se dan todos los días con aparente naturalidad autoritarismos sin otro objetivo explícito que la defensa de la libertad, democracias que en nombre de la ley y el orden excluyen de los cargos públicos a buena parte de los ciudadanos y regímenes que por mor de las más estricta justicia practican un colonialismo descarado. Naturalmente, los supuestos apoliticismos que proponen grandes objetivos nacionales más allá de las disensiones de la “partitocracia” también esgrimen los más consabidos verbalismos de la quincallería política, con el redoblado frenesí de pretender que en su caso no son frutos del pathos ideológico, sino puras y nudas cuestiones de hecho. ¿Y qué diremos de la zarabanda de las siglas, de las divisiones y subdivisiones de conjuntos tanto más empeñadas en diferenciarse unas de otras cuanto que son incapaces de inventar nada medianamente distinto de lo que hay? Cada grupo enfatiza su dudosa identidad con calificativos garantizadores de pureza de origen, Auténtico, Histórico, Ortodoxo, Radical, Verdadero… tal como la propaganda comercial se ve ya obligada a pregonar el café-café o el “este sí que lava más blanco”: en el reino de la pura indiferenciación y de la proliferación de lo idéntico, la diferencia es la mercancía más prestigiosa y también la más falsificada, porque hace tiempo que desapareció del mercado.

Mafalda y laDemocracia

La mirada más desprejuiciada que se pasee por el mapamundi no descubre auténticos enfrentamientos ideológicos ni disensiones relevantes entre opuestas concepciones de lo más valioso, sino viejas querellas nacionales y pugnas entre distintas oligarquías por conservar el poderío económico y el control social. Los brotes que parecen apuntar a algo diferente son de inmediato desprestigiados teóricamente por todos los estatismos de izquierda y derecha, hasta ser aniquilados por la fuerza bruta. El hecho de que haya países más habitables que otros parece depender más de azares individuales que de leyes políticas de ningún tipo: bajo ciertos dictadores ineficaces o corruptos se goza de más autonomía que en algunas democracias ordenancistas y hay casos en que los trabajadores pueden encontrar más ventajas inmediatas en verse despojados de la plusvalía por sus patronos liberales que por una burocracia estatal. Las desconcertantes sutilezas de los asuntos exteriores de China Popular muestran bien a las claras la pluralidad de niveles que deben acatar los revolucionarios que no renuncian a hacer política.

A fin de cuentas, éste es el verdadero problema: la irreductible oposición entre lo político y lo revolucionario. Es tan falso creer que lo uno lleva a lo otro como suponer que el mejor camino para alcanzar la plenitud amorosa pasa por la castidad. La revolución aspira precisamente a dedicarse a esos problemas que realmente preocupan a la gente y de los que distrae la política, según el dictamen de Valéry. El principal de esos problemas, algo así como la matriz abstracta en la que todos los temas circunstanciales se dan, es la existencia misma del poder como oligarquía jerárquica que controla a una masa sometida a la ley del trabajo, es decir, a la producción dividida y asalariada de mercancías. Esto no describe ningún sistema político determinado, sino la entidad llamada Estado moderno. La política es el arte de mantener y barnizar el Estado, mientras que la tarea de la revolución es suprimirlo. La forma de incidir el Estado en la vida cotidiana es a través de la necesidad y la muerte: estos son los rostros del poder que nos acosan en cada instante de nuestro juego creativo y pasional como carencia, ansiedad, abandono, represión, sometimiento, frialdad, desamor, soledad… y, por supuesto, miseria y explotación. La política pacta con la necesidad y la muerte, mientras que la revolución se promete abolirlas. En resumen, la política mantiene la escisión entre los especialistas en controlar y los obligados a padecer control, entre profesionales de la libertad y la justicia y quienes gozarán de éstas por participación espectacular en el relumbrar teórico y administrativo de los primeros. Los políticos no pueden arrogarse derecho alguno por delegación democrática, ya que tal delegación, cuando se da, parte de una interiorización por el súbdito de la separación entre la libertad o la autonomía y su resignada imagen, separación que es el secreto del poder y cuya revocación es la primordial tarea revolucionaria.

El lenguaje político, bruñido y polarizado por las exigencias de su aspiración al dominio, tiene tajantemente claro quiénes son los nuestros y quién es el enemigo: sobre cada tema, cuenta con segura y tranquilizadora doctrina. No gusta de las medias tintas, ni de la ambigüedad antipoliciaca de lo real: es totalitario siempre, por vocación. La decisión revolucionaria toma su bien allá donde lo encuentra, nunca descarta nada y confía en la aparente ineficacia de lo sinpoder: sospecha que todo lo que hay ansía desmentirse y colabora en la medida de sus fuerzas en ahondar la lanzada de esta contradicción en el flanco de lo real. De algún modo, todos somos más o menos políticos, pues en el Estado no se puede ser otra cosa: pero en la medida en que hagamos activa nuestra desconfianza de la política, podemos llegar a conocer momentos revolucionarios.