Estremecimiento de las fibras profundas

poema de Victor Hugo
El noventa y tres.
Libro Segundo. 
III. Estremecimiento de las fibras profundas

El diálogo tuvo unos momentos de reposo, y aquellos titanes volvieron a abstraerse cada uno en su pensamiento.

Los leones temen a las hidras. Robespierre se había puesto muy pálido y Danton muy encendido; ambos se habían estremecido.

El relámpago que había animado las pupilas leonadas de Marat se había extinguido, y la calma, una calma imperiosa, había vuelto a reinar en el semblante de aquel hombre, temido entre los temibles.

Danton se sentía vencido, pero no quería rendirse, y renovando la conversación dijo:

—Marat habla muy alto de dictadura y unidad, pero no tiene otro poder que el de disolver.

Robespierre, separando sus contraídos y delgados labios, añadió:

—Yo soy de la opinión de Anacharsis Cloots, que dijo: “Ni Roland ni Marat”.

—Y yo —respondió Marat—, digo: ni Danton ni Robespierre. Permitidme añadió, tras contemplar fijamente a los otros dos— que os dé un consejo. Danton, vos estáis enamorado; pensáis volver a casaros. Bien, no os mezcléis en política

y haréis muy bien.

Retrocedió hacia la puerta y se despidió con un siniestro saludo.

—Adiós para siempre, caballeros.

Pero en aquel momento se elevó una voz desde el fondo de la sala.

—No tienes razón, Marat.

Todos volvieron la cabeza. Durante el estallido de Marat, y sin que ninguno de los presentes advirtiese nada, un individuo había penetrado por la puerta del fondo.

—¿Eres tú, ciudadano Cimourdain? Buenas tardes —lo saludó Marat.

Era, en efecto, Cimourdain.

—Repito que no tienes razón, Marat.

Éste palideció, pero, según su costumbre, adoptando su tez un color verdoso.

—Eres útil —añadió Cimourdain—, pero Robespierre y

Dan ton son necesarios. ¿Por qué amenazarlos? ¡Unión, ciudadanos!

El pueblo os desea unidos.

Esta entrada hizo el efecto de un chorro de agua fría, y como la llegada de un extraño en una disputa entre casados, apaciguó, si no en el fondo, sí en la superficie, a los tres leones.

Cimourdain avanzó hacia la mesa. Danton y Robespierre lo conocían por haber observado muchas veces en las tribunas públicas de la Convención a aquel hombre poderoso, a quien el pueblo reverenciaba. Sin embargo Robespierre, que era formalista, preguntó:

—¿Cómo habéis entrado hasta aquí, ciudadano?

—Es del Obispado —repuso Marat, con un tono en el que se advertía cierta sumisión.

Marat desafiaba a la Convención, dirigía la Comuna y temía al Obispado.

Siempre es así.

Mirabeau siente escarbar a una profundidad desconocida a Robespierre. Robespierre siente escarbar a Marat; Marat siente a Babeuf. Mientras el subsuelo está tranquilo, el hombre político puede marchar, pero bajo la capa más revolucionaria hay otras, y los más atrevidos se detienen perplejos cuando sienten bajo sus pies el mismo movimiento que antes han producido ellos sobre sus cabezas.

Saber distinguir el movimiento que viene de la codicia del movimiento que proviene de los principios; combatir uno y secundar el otro constituye el genio y forma la virtud de los grandes revolucionarios.

Danton vio ceder a Marat.

—Oh, no está de más aquí el ciudadano Cimourdain —di jo.

Y le tendió la mano a Cimourdain.

—Pardiez —añadió—, expliquémosle la situación al ciudadano Cimourdain. Ha llegado en buen momento. Yo represento a la Montaña; Robespierre, al Comité de Salud Pública, y Marat a la Comuna; Cimourdain representa al Obispado. Él nos pondrá de acuerdo.

—Sea —accedió el aludido, con aire grave y sencillo—. ¿De qué se trata?

—De la Vendée —respondió Robespierre.

—¡La Vendée! —exclamó Cimourdain—. Esa es la mayor amenaza. Si la Revolución muere, morirá por la Vendée. Una

Vendée es más temible que diez Alemanias, y para que Francia viva es menester matar a la Vendée.

Estas palabras le granjearon el afecto de Robespierre. Le preguntó:

—¿No fuisteis clérigo?

El aire clerical no escapaba a Robespierre. Conocía fuera de sí lo que llevaba dentro.

—Sí, ciudadano.

—¿Eso qué importa? —vociferó Danton—. Cuando los clérigos son buenos, valen más que los otros. En tiempo de revolución los clérigos se funden en ciudadanos, como las campanas en monedas y en cañones. Danjou es clérigo y también Daunou; Tomas Lindet es obispo de Évreux. Robespierre, vos mismo os sentáis en la Convención codo a codo con Massieu, obispo de Beauvais. El vicario general Vaugeois era de la Junta de Insurrección del 10 de agosto; Chabot es capuchino; el cu ra Gerlé hizo el juramento del Juego de Pelota; el presbítero Audran fue quien hizo declarar a la Asamblea Nacional superior al Rey; el padre Goutte fue quien pidió que se quitase el dosel del sillón de Luis XVI, y el abate Grégoire fue quien promovió la abolición del trono.

—Apoyado —sonrió Marat— por el actor Collot-d’Herbois. Entre los dos lo fraguaron todo: el cura derribó el trono y el cómico al rey.

—Volvamos a la Vendée —dijo Robespierre.

—Y bien, ¿qué sucede? —preguntó Cimourdain—. ¿Qué hace la Vendée?

—Tiene un jefe y va a hacerse formidable.

—¿Quién es ese jefe, ciudadano Robespierre?

—El antiguo marqués de Lantenac, que se titula príncipe bretón.

Cimourdain esbozó un gesto con la mano.

—Lo conozco. Fui cura en su casa. Era un mujeriego antes de ser militar.

—Como Biron, que antes fue Lauzun1 —observó Danton.

—Si es el viejo calavera, debe de ser terrible —reflexionó Cimourdain.

—Espantoso —dijo Robespierre—. Quema las aldeas, asesina a los heridos, mata a los prisioneros y fusila a las mujeres.

—¡A las mujeres!

—Sí, hizo fusilar, entre otras, a una madre de tres niños, de los cuales se ignora el paradero; pero por lo demás es un capitán que conoce el arte de la guerra.

—En efecto —admitió Cimourdain—. Hizo la guerra de Hannover y los soldados decían: “Richelieu encima y Lantenac debajo”. Pero Lantenac fue el verdadero general. Du saulx, vuestro colega, puede informaros con más detalle.

Robespierre quedó unos momentos pensativo y después el diá logo prosiguió entre él y Cimourdain.

—Pues bien, ciudadano Cimourdain, este hombre se halla en la Vendée.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace tres semanas.

—Es preciso declararlo fuera de la ley.

—Ya se ha hecho.

—Es preciso poner precio a su cabeza.

—Ya se ha hecho.

—Hay que ofrecer mucho dinero a quien lo prenda.

—También se ha hecho.

—No en asignados.

—Naturalmente.

—En oro.

—Se ha ofrecido.

—Hay que guillotinarlo.

—Lo cual se hará.

—¿Quién?

—Vos.

—¿Yo?

—Sí. Vos seréis delegado del Comité de Salud Pública con plenos poderes.

—Acepto —convino Cimourdain.

Robespierre era rápido en sus decisiones, cualidad del hombre de Estado. Tomó del legajo de papeles que tenía delante un pliego en blanco, en el cual podía leerse el membrete:

REPÚBLICA FRANCESA, UNA E INDIVISIBLE.

COMITÉ DE SALUD PÚBLICA.

—Sí, acepto —repitió Cimourdain—. Terrible contra terrible.

Lantenac es feroz; también yo lo seré. Guerra a muerte a ese hombre; libraré de él a la República, si Dios quiere —ca lló, hizo una pausa y continuó—. Soy sacerdote y creo en Dios.

—Dios ha envejecido —dijo Danton.

—Pero yo creo en Él —dijo Cimourdain impasible.

Robespierre, siniestro, aprobó con un signo de cabeza.

—¿Cerca de quién seré el delegado? —quiso saber Ci mour –

dain.

—Cerca del comandante de la columna expedicionaria envia da contra Lantenac —repuso Robespierre—. Pero os prevengo que ese comandante es un noble.

—Otra cosa de la que me burlo —exclamó Danton—. ¡Un noble! ¿Qué importa? Lo mismo que he dicho del clérigo, digo del noble. Cuando es bueno, es excelente. La nobleza es un prejuicio, pero es preciso no tener ninguno ni en un sentido ni en otro, ni en favor ni en contra. ¿Por ventura, Ro bespierre, no es noble Saint-Just? ¡Se llama Florelle de Saint Just, pardiez! Anacharsis Cloots es barón; nuestro amigo Charles Hesse, que no perdona una sesión de los Cordeliers, es príncipe y hermano del landgrave reinante de Hesse-Rothem bourg.

Montaut, íntimo de Marat, es marqués de Montaut; hay en el tribunal revolucionario uno que es cura y se llama Vilate y otro que es noble, el jurado Leroy, marqués de Montflaber, y ambos son seguros.

—Olvidáis —lo atajó Robespierre— al presidente del jurado revolucionario.

—¿Antonelle?

—Que es marqués de Antonelle —dijo Robespierre.

—Dampierre —continuó Danton—, que acaba de dejarse matar delante de Condé por la República, era noble, y también lo era Beaurepaire, que se saltó la tapa de los sesos por no abrir las puertas de Verdún a los prusianos.

—Lo que no impide —balbució Marat— que el día en que Condorcet gritó: “¡Los Gracos eran nobles!”, Danton le dijese a Condorcet: “¡Todos los nobles son traidores, empezando por Mirabeau y acabando por ti!”

Se alzó la voz grave de Cimourdain.

—Ciudadano Danton, ciudadano Robespierre, tenéis quizá razón al confiar; pero el pueblo desconfía y no se equivoca al desconfiar. Cuando es un sacerdote el encargado de vigilar a un noble, es doble la responsabilidad contraída, y el sacerdote debe mostrarse inflexible.

—Cierto —dijo Robespierre.

—E inexorable —añadió Cimourdain.

—Bien dicho, ciudadano Cimourdain —prosiguió Robespierre—. Tenéis que habéroslas con un joven, sobre el cual ejerceréis ascendiente, pues le dobláis la edad. Será preciso dirigirlo, pero al mismo tiempo guardarle ciertas consideraciones, porque al parecer posee talento militar, como atestiguan los informes que en este extremo son unánimes. Forma parte de un cuerpo destacado del ejército del Rhin en la Vendée.

Ha llegado de la frontera, donde demostró un gran valor y admirable inteligencia. Es buen conductor de la columna expedicionaria y desde hace quince días tiene en jaque a ese viejo marqués de Lantenac, reprimiéndolo y rechazándolo. Yo

creo que acabará por hacerlo retroceder hasta el mar y lo arrojará a él. Lantenac, por su parte, posee la astucia de un viejo general, mientras que la de ese noble es la de un joven capitán.

Ese joven tiene ya enemigos y envidiosos, y uno de ellos es el general Léchelle, que está celoso.

—Sí, ese Léchelle —interrumpió Danton— quiere ser general en jefe, y no tiene a su favor más que un retruécano que dice: “Se necesita a Léchelle para montar a Charette”. Entretanto, Charette lo derrota.

—Y no quiere —siguió Robespierre— que sea otro quien derrote a Lantenac. La desdicha de la guerra consiste en esas rivalidades, particularmente en la Vendée.

Nuestros soldados son héroes mal mandados. Cherin, un simple capitán de húsares, entra en Saumur con una corneta tocando el Çaira, y podría continuar y tomar Cholet; pero como no tiene orden para ello, no avanza. Es preciso cambiar a todos los comandantes de la Vendée. Se desparraman los destacamentos; se dispersan las fuerzas, y un ejército disperso es un ejército paralizado; es un terrón que se convierte en polvo. En el campamento de Paramé ya no hay más que tiendas. Tenemos entre Treguier y Dina cien puestos militares, pequeños e inútiles, con cuyos soldados se podría formar una división que cubriese todo el litoral. Léchelle, apoyado por Pallein, desguarnece la costa del Norte so pretexto de proteger la costa del Sur, y abre las puertas de Francia a los ingleses. El plan de Lantenac es conseguir la su blevación de medio millón de campesinos y el desembarco de los ingleses en Francia. El joven comandante de la columna expedicionaria tiene siempre en jaque a Lantenac, lo cerca y lo derrota sin permiso de Léchelle, y como éste es su jefe, lo denuncia. Los informes son contradictorios sobre ese joven. Lé chelle quiere que se le fusile. Prieur de la Marne propone que se le nombre ayudante general.

—Al parecer ese joven posee grandes cualidades —opinó Cimourdain.

—Mas tiene un defecto.

La interrupción era de Marat.

—¿Cuál? —indagó Cimourdain.

—La clemencia —repuso Marat—. Es firme en el combate y blando después; concede indultos, perdona, es misericordioso, protege a las beatas y a las monjas, salva a las mujeres y a las hijas de los aristócratas, y lo que es más grave, pone en libertad a los prisioneros y a los curas.

—Grave falta —murmuró Cimourdain.

—Crimen —dijo Marat.

—A veces —dijo Danton.

—Muchas —dijo Robespierre.

—Casi siempre —añadió Marat.

—Si se trata de los enemigos de la patria, siempre —dijo Cimourdain.

Marat se volvió hacia este último.

—¿Qué harías tú con un jefe republicano que pusiera en libertad a un jefe realista?

—Sería del parecer de Léchelle: lo haría fusilar.

—O guillotinar —dijo Marat.

—A elección —dijo Cimourdain.

Danton se echó a reír:

—Lo mismo da una cosa que otra.

—Podéis estar seguro de que tendrá lo uno o lo otro —murmuró Marat, y su mirada pasó de Danton a Ci mour dain—. Así, ciudadano Cimourdain, si un jefe republicano tro pezase, ¿le harías cortar la cabeza?

—En veinticuatro horas.

—Pues bien —prosiguió Marat—, soy del parecer de Robespierre: debemos enviar al ciudadano Cimourdain como comisario delegado del Comité de Salud Pública, cerca del comandante de la columna expedicionaria del ejército de Costas. ¿Cómo se llama ese comandante?

—Es un antiguo noble —repuso Robespierre, hojeando los

papeles.

—Pongamos a ese noble bajo la vigilancia de un cura —aprobó Danton—. Desconfío de un cura que está solo y de un noble que está solo; pero cuando están juntos no los temo, porque el uno vigila al otro y ambos responden.

Al oír estas palabras aumentó el fruncimiento natural de cejas de Cimourdain, señal de su indignación. Pero encontrando, sin duda, que la observación era justa en el fondo, no se volvió hacia Danton, sino que se limitó a levantar algo la

voz. —Si el comandante republicano que va a serme confiado da un mal paso, se le impondrá la pena de muerte.

Robespierre concluyó de examinar sus papeles y levantó la cabeza.

—Aquí está su nombre; ciudadano Cimourdain: el comandante sobre el que tenéis plenos poderes es un ex vizconde y se llama Gauvain.

Cimourdain se puso pálido.

—¡Gauvain! —exclamó.

Marat observó la palidez de Cimourdain.

—¡El vizconde Gauvain! —repitió Cimourdain.

—Sí —dijo Robespierre.

—¿Y bien? — preguntó Marat, fija su mirada en Cimourdain.

Hubo un instante de silencio.

—Ciudadano Cimourdain —continuó Marat—, con las condiciones indicadas por vos mismo, ¿aceptáis la misión de comisario delegado cerca del comandante Gauvain?

—La acepto —repuso Cimourdain, mientras su palidez iba aumentando por momentos.

Robespierre tomó la pluma que tenía delante y escribió con su letra lenta y pulcra cuatro líneas en la hoja de papel que ostentaba el membrete del Comité de Salud Pública. Firmó y pasó la hoja a Danton, quien también firmó. Marat, que no apartaba la vista de Cimourdain, firmó el último. Robespierre, recogiendo el documento, puso la fecha y se lo entregó a Cimourdain, el cual leyó lo siguiente:

 

AÑO PRIMERO DE LA REPÚBLICA

Se conceden plenos poderes al ciudadano Cimourdain, co misario delegado del Comité de Salud Pública, cerca del ciudadano Gauvain, comandante expedicionario de las fuerzas del ejército de Costas.

Y debajo las firmas.

ROBESPIERRE-DANTON-MARAT

28 de junio de 1793

 

El calendario revolucionario, llamado calendario civil, no existía aún legalmente en aquella época, puesto que la Convención no lo aceptó, no aprobando la proposición de Romme hasta el 5 de octubre de 1793.

Mientras Cimourdain leía, Marat lo observaba.

—Será preciso que todo esto conste en un decreto de la Convención —murmuró Marat—, o en una orden del Comité de Salud Pública. Todavía, pues, queda algo por hacer.

—Ciudadano Cimourdain —preguntó Robespierre—. ¿Dónde vivís?

—En el Corredor del Comercio.

—Vaya, también yo —dijo Danton—. Somos vecinos.

—No hay tiempo que perder —continuó Robespierre—.

Ma ñana recibiréis un nombramiento en regla firmado por todos los individuos del Comité de Salud Pública, o sea, una confirmación de la delegación que os acreditará especialmente para los representantes en misión, Philippeaux, Prieur de la Marne, Lecointre, Alquier y los demás. Nosotros sabemos quién sois, vuestros poderes son ilimitados; tenéis facultades pa ra nombrar general a Gauvain o para enviarle al patíbulo. Mañana a las tres recibiréis el nombramiento. ¿Cuándo saldréis de París?

—Mañana a las cuatro —repuso Cimourdain.

Y se separaron.

Al entrar en su casa, Marat avisó a Simonne Évrard de que al día siguiente iría a la Convención.

* * *

Texto extraído del libro de Víctor Hugo.  El noventa y tres
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