Wittgenstein o los ecos del silencio

Wittgenstein o los ecos del silencio

por Francisco Martínez

Quien hace de su vida una obra de arte la expone al mismo tiempo

a las miradas, la inunda de luz. Es inevitable.

Milan Kundera

 

Dentro de todos nosotros hay un viajero silencioso que no puede,

que no debe decir nada, y que va al encuentro de lo sagrado,

Antoni Tapies

 

En el rústico y nada artificioso cementerio de la iglesia de St. Giles, en Cambridge, bajo una sencilla lápida desprovista de cualquier ornamentación –en ella sólo aparecían inscritos un nombre, Ludwig Wittgenstein, y los dígitos correspondientes a los años de nacimiento y muerte, 1889-1951– yacen los restos de alguien cuya memoria ocupa en el ámbito de la investigación filosófica un lugar tan insigne como casi legendario; alguien en quien se aunaron de modo inseparable el más puro trabajo intelectual con la más honda inquietud existencial, hasta el extremo de que cualquier consideración aislada del uno sin la otra resulta desde el principio mismo un método infalible para alejarse a la vez, definitivamente, de la comprensión profunda de su vida y de su labor filosófica. Y es esa característica –ese casi total paralelismo– la causante de que su figura se haya convertido en un foco de atención más allá de los círculos estrictamente académicos.

Nacido en el seno de una de las familias más ricas de la Viena de los Habsburgo, católica pero de ascendencia judía y muy conectada con el extraordinario ambiente cultural de la época (en la mansión del poderoso industrial Karl Wittgenstein era posible encontrar, por ejemplo, a Brahms o a Mahler), su infancia transcurrió con una normalidad aparente rodeado de numerosos hermanos, algunos de ellos artistas brillantes víctimas del exigente pragmatismo paterno (dos se suicidaron entonces y otro lo haría con posterioridad), desarrollando principalmente habilidades prácticas e intereses técnicos mientras se gestaba también la rigurosa preocupación moral que le acompañaría toda la vida, alimentada en los inicios por la metafísica de Schopenhauer, la crítica cultural de Otto Weininger y Karl Kraus, y las reflexiones religiosas de Tolstoi.

Tras permanecer dos años estudiando ingeniería mecánica en Berlín, donde se gestaron sus incipientes reflexiones filosóficas, se trasladó a Manchester para proseguir sus estudios de Aeronáutica, que desembocaron en un creciente interés por los fundamentos lógicos de las matemáticas puras, punto de partida junto a sus preocupaciones vitales de una irreprimible obsesión por los problemas filosóficos. Visita a Frege en Jena y éste le recomienda que se traslade a Cambridge para estudiar con Russell (toma contacto así con los máximos representantes de la época en la investigación lógico-aritmética), con el cual le unirá una relación estrecha, aunque tensa, pues al autor de los Principia Mathematica no se le escapa la captación del carácter genial de su joven discípulo, por otra parte muy diferente de él: «(…) quizá el más perfecto ejemplo que he conocido jamás de un genio tal como se concibe tradicionalmente, apasionado, profundo, intenso y dominante (…) Su disposición es la de un artista, intuitiva y temperamental. Dice que cada mañana comienza su trabajo con esperanza, y que cada tarde lo acaba con desesperación (…) dijo que son muy pocos los que no pierden el alma. Dijo que todo dependía de tener una gran meta en la vida a la que ser fiel. Dijo que creía que dependía más del sufrimiento y de la capacidad de soportarlo. Me quedé sorprendido: no era lo que yo esperaba de él» (palabras recogidas de las cartas de Russell a su amante Lady Ottoline Morrell).

En efecto: no se esperaba de él eso, su capacidad para entregarse a algo más que las reflexiones intensas en torno a la naturaleza de la lógica, el significado de las constantes lógicas o la constitución última de las proposiciones, dedicando su genio también a la dilucidación de la experiencia vital, a la convicción de que se debe tender a una conducta que nos haga mejores y, en suma, a la indagación ética de la angustia existencial y el consiguiente tratamiento de la cuestión del sentido de la vida. Russell, por supuesto, no entendía esa otra vía, y hemos de pensar que tampoco la otra, cosa que le honraba pues reconocía sin la menor reticencia la superioridad intelectual de Wittgenstein en el campo de la lógica, respecto a la cual una ligera muestra es su crítica a uno de los grandes logros russellianos, la teoría de los tipos.

Estando inmerso en esa lucha, digamos a dos bandas, es cuando aquel joven austríaco acaudalado, exigente, atormentado, brillante, quisquilloso hasta la neurosis, admirado ya entonces (fue elegido miembro del selecto club de estudiantes de Los Apóstoles) y poseedor de una escandalosa inteligencia, comienza a desarrollar la idea de un ambicioso proyecto filosófico que tratándose de él se intuía perfecto y definitivo (¿cómo sería posible dedicarse a él si no fuera a resultar así?). Para llevarlo a cabo decide trasladarse durante un período largo de tiempo a un remoto pueblo de Noruega (Skjolden), lejos de la sociedad superficial, libre de expectativas y obligaciones que no eran las suyas. El día 8 de octubre de 1913 se despide de su amigo David Pinsent y parte, pues, en busca de «nuevos movimientos en el pensamiento», preso de «una mente en llamas». Desde allí mantiene correspondencia epistolar con Russell –al que en parte informa sobre sus descubrimientos: la filosofía consta de lógica y metafísica siendo aquélla la base de ésta; la filosofía requiere una previa desconfianza hacia la gramática; las proposiciones lógicas muestran las propiedades del pensamiento, del lenguaje y del mundo, pero no dicen nada, …–, y requiere asimismo la visita del profesor G.E. Moore, otro de sus prestigiosos admiradores y con el que mantenía una cortés amistad (y por supuesto tirante por ser intelectualmente distante),  para dictarle lo que se conoce por Notas sobre Lógica,  que para servir como tesis de licenciatura tendrían que ajustarse fielmente a toda la parafernalia de los requerimientos académicos –prefacio, fuentes, etc.–, según el tutor de Wittgenstein en el Trinity College.  La respuesta de Ludwig no tiene desperdicio: «Si yo no merezco que hagan una excepción conmigo aunque sea en algunos ESTÚPIDOS detalles, entonces es mejor que me vaya al INFIERNO directamente; y si lo merezco y no hacéis esa excepción, entonces –por Dios– id vosotros al infierno». No olvidemos que nuestro protagonista era así, un filósofo puro, medular, no un profesional:  la filosofía constituía su vida, no su ocupación ni mucho menos una pose o un mero divertimento.

Huyendo de la temporada turística se dirigió a Viena para pasar el verano con su familia, rumiando pensamientos, sufriendo, viviendo.  Allí le coge el estallido de la Primera Guerra Mundial y se alista como voluntario en las filas del ejército austríaco, no por un trivial patriotismo, sino en el fondo para jugarse la vida, «para asumir la realización de una tarea difícil y hacer algo diferente del trabajo puramente intelectual», para «convertirse en una persona distinta» (en palabras de su hermana Hermine); en suma, para no perder el alma, por «deber hacia sí mismo». Su guerra, pues, era otra, y aparecerá reflejada en una serie de diarios que serán su mejor testimonio, llenos de análisis lógicos y filosóficos y de anotaciones personales escritas en clave, origen de una de las grandes polémicas originadas al hilo de su exégesis: la absurda sorpresa provocada por el conocimiento de sus impulsos ascético-religiosos y de su sensualidad onanista y de cariz homosexual. Esos escritos son un monumento de humanidad, plagados de grandeza existencial e intelectual. Rodeado por el peligro de muerte inminente (requirió puestos de riesgo real, en primera línea, dando muestras de valor y sangre fría excepcionales, y necesarios, porque lo guiaba algo parecido a un impulso absoluto), cercado por la grosería vulgar del resto de soldados, sometido a la obsesión por la lógica, acosado por su supuesta indecencia, Wittgenstein se entregaba a la vez a un destino de inexorable excepcionalidad: «Voy rumbo a un gran descubrimiento. ¿Pero llegaré?»; «Trabajo a diario y con gran confianza. Una y otra vez me repito interiormente las palabras de Tolstoi: El hombre es impotente en la carne, pero libre gracias al espíritu. ¡Ojalá que el espíritu esté en mí! (…) No tengo miedo a que me maten de un tiro, pero sí a no cumplir correctamente mi deber. ¡Qué Dios me dé fuerzas! Amén. Amén. Amén.»1 Algo nada acorde, desde luego, con el pensamiento débil de los tiempos que corren o con la concepción light de la vida hoy tan en boga. Pero recordemos que no era institucionalmente cristiano ni superficialmente religioso, y que su Dios, como su batalla, era igualmente distinto del habitual, de modo que creer en Dios equivaldría más bien a comprender el sentido de la vida.

El resultado de todo ello será el celebérrimo Tractatus Logico-Philosophicus, un libro de una extensión mínima (no llega a las ochenta páginas) pero con un contenido filosóficamente descomunal. Estructurado en tomo a siete proposiciones centrales, formado por afirmaciones breves y sentenciosas ordenadas decimalmente, va derivando de lo estrictamente técnico-lógico a lo profundamente ético. Es más, el Tractatus es a la vez un libro de lógica y, sobre todo, un libro de ética; un libro en el que lo más importante no está dicho sino mostrado: «Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo más místico. «Algo insusceptible de ser investigado científicamente, es decir, lingüísticamente, algo sólo accesible desde la experiencia interior, algo más allá de las posibilidades de representación sígnica, que queda en esa obra igualmente dilucidada por medio de la teoría figurativa (o pictórica) de la proposición –ésta no es sino una especie de retrato de la realidad conseguible porque pensamiento, lenguaje y mundo comparten una estructura común, la forma lógica, siendo por lo tanto la lógica al igual que la ética una realidad trascendental–.

Curiosamente su publicación resultó dificultosa, incluso con el apoyo de una introducción de Russell (de la que quedó radicalmente descontento, pues indicaba que en el fondo no había comprendido nada). En 1921 se publicó el original alemán (en una pobre edición) y en 1922, la primera versión inglesa. El manuscrito le fue enviado a Russell desde el campo de concentración italiano de Cassino (tras el armisticio permaneció recluido en el campo de Como, desde octubre de 1919 hasta enero de 1919, permaneciendo en aquél hasta el 21 de agosto, fecha de su liberación), con la convicción por parte de Wittgenstein de la dificultad de su aceptación, pero paralelamente con el convencimiento de haber acertado con la solución definitiva de los problemas filosóficos: «La verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece (…) intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas» (palabras del prólogo, que comienza necesariamente con una advertencia: «Posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos»).

¿Y qué podría hacer después de su conquista? ¿Qué posibilidad de acción le quedaba a alguien que había descubierto toda la verdad, la expresable y la inexpresable? ¿Qué salida tenía quien había escrito: «aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuestas, nuestros problemas vitales aún no se han rozado en lo más mínimo? Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; ¿y esto es precisamente la respuesta»? ¿O que: «todo acerca de lo cual muchos aún parlotean hoy en día lo he definido en mi libro guardando silencio»? Pues nada más que lo que hizo: alejarse de la filosofía y de la creación intelectual, dedicándose a la enseñanza en colegios rurales de la Austria profunda, desde 1920 hasta 1926, no sin renunciar antes de manera completa a la inmensa herencia económica que le correspondía como parte de la fortuna paterna (¿es comprensible en términos actuales un suicidio financiero de tal calibre?, ¿puede alguien que no haya entendido el Tractatus entender eso?

Fue simplemente coherente con su descubrimiento, pero ello no le evitó el sufrimiento. Tuvo que enfrentarse a la mezquindad y a la vulgaridad de ambientes rurales que se hallaban lejos de su idealista visión previa, tan tolstoiana y romántica, y experimentar en su propia carne, además, las contradicciones más inherentes a la condición humana (sus modos educativos no estaban exentos de ciertas incorrecciones y brusquedades, que motivaron más de un conflicto y que influyeron en parte en su decisión de abandonar la enseñanza primaria), y las llamadas no menos inevitables del deseo.

Mientras, se comenzaba a extender la fascinación por el Tractatus y, consiguientemente, la incomprensión parcial del mismo. En Viena llegó a ser casi el estandarte del positivismo lógico generado en torno a Schlick, Carnap, Waismann y demás miembros del Círculo de Viena que defendía una actitud abiertamente cientificista frente a los desmanes de la especulación metafísica. Se les escapaba el lado oculto del Tractatus, como ajustadamente advirtió Engelmann: «Toda una generación de discípulos pudo tomar a Wittgenstein como un positivista porque tiene algo en común con los positivistas de enorme importancia; traza la línea entre aquello de lo que podemos hablar y aquello sobre lo que debemos guardar silencio. El positivismo sostiene –y ésta es su esencia– que aquello de lo que podemos hablar es todo lo que importa en la vida. Mientras que Wittgenstein cree apasionadamente que todo lo que realmente importa en la vida humana es precisamente aquello sobre lo que, desde su punto de vista debemos callar.»

Después de trabajar algún tiempo como jardinero en un convento, Wittgenstein volvió a la vida en sociedad, entregado junto a Paul Engelmann al ejercicio apasionado de la arquitectura (diseñó para su hermana Gretl una casa en Viena de una belleza que podríamos denominar Tractatusiana, severa, racional, proporcionada, fríamente bella) y a un más o menos frecuente trato social (fue entonces cuando se enamoró de Marguerite Respinger, la única mujer con la que eso ocurrió, que se sepa). Fue entonces cuando se gestó su retorno a la filosofía, a raíz de los encuentros celebrados con los miembros del Círculo, sobre todo con Schlick, al que respetaba intelectualmente, aunque sus discrepancias en relación a los planteamientos positivistas eran evidentes. Estaba, pues, a punto de nacer el segundo Wittgenstein (distinto al primero, pero de ningún modo superior, e incluso para muchos no radicalmente distinto), momento que se hace coincidir con la asistencia en marzo de 1928 a una conferencia pronunciada en Viena por el matemático Brouwer.

Incitado por Ramsey (el primer reseñista del Tractatus) y por los contactos con Keynes, regresa a Cambridge para reiniciar el trabajo filosófico. «Bueno, Dios ha llegado», escribiría Keynes cuando se produjo su vuelta.

Con ello comenzó también la segunda parte de su leyenda, primero como becario, después como profesor (presentó el Tractatus como aval para obtener el título de Doctor en Filosofía dirigiéndose a sus examinadores –que no fueron otros que Moore y Russell– con el mayor realismo: «No os preocupéis, sé que jamás lo entenderéis.») y finalmente como catedrático (ocupó el puesto de Moore). Sus clases eran todo un espectáculo de fuerza intelectual, tensión vital y entrega, llevadas a cabo en sus propias habitaciones y centradas en los más diversos aspectos del análisis filosófico: filosofía del lenguaje ordinario (atrás quedaría el lenguaje exclusivamente representacional o pictórico), filosofía de las matemáticas, filosofía de la psicología, filosofía de la religión y estética. Tiempo de trabajo intermitentemente intenso, incansable; tiempo de desasosiego y descontento; tiempo de amor (tras la muerte en la guerra de David Pinsent, Skinner y después Ben Richards); tiempo de desprecio hacia la filosofía profesional (a sus alumnos más brillantes les recomendaba que se dedicaran a cosas más convenientes, como la medicina o trabajos corrientes); tiempo, en suma, de ecos: los ecos del silencio que otrora vislumbrara. Atrás quedaría una obra inconclusa (póstumamente publicada: “Investigaciones Filosóficas») estructurada alrededor de las nociones centrales de uso lingüístico, juegos de lenguaje y formas de vida  (toda construcción intelectual está justificada por ella misma, siempre que sea fiel a su gramática oculta, siendo la filosofía una tarea de clarificación que no tiene fin ni un punto de referencia absoluto), además de una serie de textos elaborados sobre la base de los apuntes de clase de algunos de sus alumnos y de sus cuadernos de trabajo; atrás quedaría su inquietud religiosa (nunca le abandonó); atrás quedaría su carácter rígido y exigente, su amor por la música, su dolor moral, su insatisfecha soledad, su contenida vocación de absoluto. Murió el 29 de abril de 1951 (poseyendo la nacionalidad inglesa, careciendo de domicilio, habiendo renunciado a su cátedra, pensando, luchando con los problemas filosóficas, siendo trágicamente grande, sufriendo, levantándose) en la casa de su médico (después de soportar con entereza los estragos de un cáncer de próstata) dirigiendo a la mujer de éste sus últimas palabras: «Dígales que mi vida fue maravillosa».

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