El sermón: Escribiendo entre la esperanza y la melancolía

Miguel Riera

Escribo estas líneas en una tarde lluviosa de sábado que invita a la melancolía. No es un buen momento: ignoro los resultados de la contienda electoral, y es probable que cuando se conozcan el ambiente se torne electrizante, que los sueños parezcan posibles o que el desencanto y la pesadumbre irrumpan en algunos corazones; también es probable –ojalá– que en este julio la melancolía haya sido enviada al rincón de los trastos inservibles…

Pero el calendario es implacable, y hoy, cuando nada está dicho todavía, debe estar escrito este sermón, aunque sus posibles contenidos se hallen extraviados en la neblina de hechos que aún no han acontecido.

Bien, dejémonos de cursilerías. He de sermonear, y ni siquiera amparándome en el privilegio que otorga la ancianidad puedo esquivar el envite. Veamos: si no hablamos de los resultados de este 26 de junio, ¿qué podría contaros que no haya repetido mil veces, algo de lo que no estéis ya, amigas y amigos lectores, absolutamente convencidos? Hemos hecho juntos largos trechos del viaje, sabemos ya mucho, hemos aprendido juntos a ir al meollo de las cosas y a no dejarnos engañar ni por la propaganda ni por las apariencias. A veces hemos hecho como si no nos enteráramos, es verdad, pero ha sido siempre persiguiendo un objetivo que creíamos noble, o útil. ¿No es así, queridos amigos?

Pues volvamos al asunto: maldita sea, debo escribir algo con sentido si no quiero aburriros. Por ejemplo, podría darle vueltas a las cosas que nuestra clase política olvidó comentar en la campaña. Una de ellas: el papel minorizado de la mujer en la sociedad contemporánea. No es que no se citara, pero no basta con aludirlo de forma simbólica utilizando la bienintencionada tropelía lingüística de cambiar de género en algunos discursos, o que se condene la violencia masculina, o que se reclame la igualdad de salarios; el problema es de mucho más calado: socialmente la mujer sigue estando supeditada al hombre, y aunque es cierto que se ha avanzado mucho en las últimas décadas, esa supeditación sigue existiendo. Y si no se ha tocado el problema de fondo, es probablemente porque no se ha reflexionado seriamente sobre ello, o porque no hemos sabido –ni los políticos, ni nosotras y nosotros– cómo abordarlo en su verdadera dimensión.

Podría hablar también de otra ausencia clamorosa, aunque aparezca algo en los papeles: la cultura. Entendida en un sentido amplio, y como instrumento para alcanzar la hegemonía que conduce a la transformación social. Una hegemonía que solo si es antes cultural puede llegar a ser política con vocación de durar. Una hegemonía que cristalice en un sentido común mayoritario que marque la senda hacia otra forma de vivir. Una hegemonía conquistada tras un proceso en el que los contenidos educativos deben jugar un papel trascendental, y a la que ha de contribuir una industria cultural hoy por hoy mercantilizada y encuadrada en su mayor parte en el marco ideológico neoliberal. Esta falta de atención hacia la cultura es lógica en la derecha, dado que cuanto más alienados estemos mejor irán sus negocios, pero resulta incomprensible que las izquierdas políticas no hayan puesto mayor entusiasmo en impulsar un desarrollo cultural contrahegemónico y se limiten en la práctica simplemente a protestar por el IVA cultural, cuando el problema es más hondo y requiere un planteamiento serio a medio y largo plazo.

O, por seguir, con las ausencias, poco se ha hablado del papel internacional de España, su relación con la UE –a lo sumo se han comentado propuestas encaminadas a rogar un alivio en el ritmo de reducción del déficit y poco más–, sus alianzas (políticas y militares), etc. etc. de modo que el país más citado en la campaña ha sido Venezuela, lo cual además de ser un disparate es, esencialmente, una tomadura de pelo hacia los votantes incautos.

Pero dejemos la campaña, sus eslóganes, sus mentiras y sus trampas. No tardará en dejar de llover. Seamos positivos y veamos cómo está el mundo, a ver si nos animamos. De modo que no hablaremos de la crisis económica, que continúa, y que mantiene en la pobreza a buena parte de nuestros conciudadanos. No hablaremos del paro, que alcanza todavía a millones de compatriotas. No hablaremos de los refugiados, porque duele, ni del vergonzoso comportamiento de casi todos los gobiernos europeos. No hablaremos de los cadáveres que acoge el mediterráneo. No hablaremos del ascenso de la extrema derecha en occidente, porque nos da miedo. No hablaremos del cambio climático, que avanza inexorablemente hacia el umbral del no retorno. No hablaremos de cómo la corrupción se ha convertido frecuentemente en compañera de la política. No hablaremos de cómo se ha organizado la destrucción de naciones en el oriente petrolero. No hablaremos de la barbarie, del asesinato cometido bajo el amparo de la fe. No hablaremos de la intoxicación fomentada por medios que sustituyen la información por la propaganda. No hablaremos de la explotación infantil, de los diamantes de sangre, de los niños soldado. No hablaremos del turismo sexual. No hablaremos de la trata de mujeres que se lleva a cabo delante de nuestras narices. No hablaremos de mujeres asesinadas por sus parejas. No hablaremos de cómo los gobiernos consienten y apoyan los paraísos fiscales. No, no hablaremos de nada de eso. No hablaremos de nuestras derrotas…

Las derrotas… Llevamos tiempo sufriéndolas. Viendo cómo se nos arrebatan derechos, cómo se nos empuja a la pasividad, cómo intentan convencernos de que no hay alternativa, cómo pretenden que nos resignemos a seguir siendo paulatinamente desposeídos, hasta que solo nos quede lo más imprescindible para la supervivencia.

Así, ¿qué nos queda? Bueno, nos queda la esperanza. Nos queda la conciencia que nada nos será dado, sino que hay que ganarlo. Nos queda la imaginación, la ilusión, la constancia. Nos queda saber que juntos podremos, hoy o mañana.

No sé muy bien porqué estoy escribiendo esto, ni si es un sermón o un desahogo, pero ha dejado de llover. Asoma un sol tímido, está llegando julio, y las cosas pueden ser diferentes. Tal vez lo sean. Tal vez haya un mañana en el que la solidaridad, la dignidad, la honestidad, la transparencia, la justicia, sean los nuevos atributos. Tal vez ese mañana esté ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

Al fin y al cabo, de nosotros depende que llegue. Y si no está a la vista –ojalá sí– vayamos a buscarlo. Pongámonos a ello.