Pier Paolo Pasolini. Contra la modernidad

Antonio García Vila

pierpaoloEs difícil permanecer indiferente ante la obra de Pasolini, ya sea en la pantalla o sobre el papel. Tampoco ante su vida, tan llena de contradicciones, de luces y sombras. Pero lo que es indudable es que fue uno de los personajes más notables del siglo pasado, y que su vigencia se extiende hasta el presente.

Pier Paolo Pasolini es una de las figuras más controvertidas, e inquietantes, del mundo cultural de la segunda mitad del pasado siglo. Un poeta, novelista, cineasta, dramaturgo e intelectual comprometido, un moralista, un comunista idealista y milenarista, como él mismo se consideraba. Y un personaje al que, a pesar de que está cobrando renovada actualidad, no es cómodo ni fácil aproximarse, pues huye de cualquier clasificación simplista: alterna destellos de lucidez escalofriante y propuestas que desconciertan por su escaso realismo o por su impropiedad. Polemizó con todos los intelectuales de su época, desde Moravia a Natalia Ginzburg, pasando por Sciascia, Calvino, Eco y buena parte de la cúpula del PCI; criticó con dureza extrema tanto a la Iglesia como a la Democracia Cristiana y a los izquierdistas de Potere Operario o Lotta Continua: antifascista, fue, sobre todo, antiburgués, enemigo pasional del nuevo consumismo, del hedonismo de masas, de la tolerancia del nuevo “poder”, del desarrollo y, a fin de cuentas, de la modernidad. Fue, casi, un personaje de otra época, derrotado por sus propias contradicciones y aniquilado físicamente en esa Italia que odiaba y amaba bajo los “años de plomo”. Se ha dicho de él que fue el “último intelectual italiano”, un “profeta”, o, según Moravia, en su epitafio, uno de los tres o cuatro poetas que dejaría el siglo XX. Gianluca Maconi, en El caso Pasolini. Crónica de un asesinato (Gallo Nero, 2010), un notable cómic acompañado de información pertinente y precisa, nos ofrece de él la imagen de una especie de mártir que se inmola premeditadamente. Es una exageración, sin duda, y su traumática muerte, de hecho, ha supuesto un impedimento para su interpretación, pues con frecuencia se han asumido su vida y su obra como una “preparación” para su terrible final.

Su padre, oficial militar, distante, alcohólico, abatido.

Pero algo hay en Pasolini que atrae y deslumbra y, al mismo tiempo, produce cierto rechazo. Si sus películas a menudo no se sabe muy bien si son documentos etnográficos, tesis políticas, denuncias sociales o intentos de “construir” un realismo crudo y violento, sus artículos de prensa tampoco sabemos, en ocasiones, cómo tomarlos. Son, por supuesto, intervenciones de un intelectual en un contexto muy determinado, escritos a propósito de situaciones o hechos concretos, en constante polémica con todo el abanico político de la Italia que denunciaba en busca de otra Italia que, en realidad, nunca había existido, al menos tal y como Pasolini quería presentarla. Mereció muchas acusaciones, algunas infundadas, otras no tanto, e intentó blindarse apelando a su naturaleza, a su heretismo, a que no le comprendían, a las cazas de brujas, pero no siempre era así. Sí que se le leía, mas Pasolini no siempre tenía razón. Es lógico. Nadie la tiene siempre, independientemente de que se sea homosexual, infeliz, vitalista o inteligente. De lo que no cabe duda es que, como dijera Althusser a la muerte de Sartre, Pasolini nunca transigió con el poder establecido. Y eso tiene un precio.

Ana Magnani en Mama Roma

Ana Magnani en Mama Roma

Nació el 5 de marzo de 1922 en Casarsa, en Bolonia, la “Bolonia roja”, y vivió en Belluno, Conegliano, Sacile, Idria, Cremona, Reggio Emilia, hasta que de nuevo en el 43 la familia se establece en Casarsa, la patria chica de su madre, hasta el 49. Los constantes traslados se debían a los sucesivos destinos de su padre, oficial militar, distante, alcohólico, abatido. Su madre sería una referencia hasta su muerte, como lo serían Friul y Bolonia, los dos “paraísos” de la infancia y adolescencia, los de las primeras poesías, los de la fascinación por su dialecto. En el 42 publica su primer libro de versos, Poesie a Casarsa, en el 43 es llamado a filas y tras apenas unos días de reclutamiento huye regresando a Casarsa desde Livorno: teme que le persigan y teme la muerte. Pronto se encontrará con ella: en el 44 muere su abuela y, un año después, se produce la masacre de Porzûs. Diecisiete partisanos de la Brigada Osoppo, de orientación católica y socialista, son asesinados entre el 7 y el 18 de febrero de 1945 a manos de otro grupo partisano perteneciente al Partido Comunista, vinculados a la Brigada Garibaldi y al IX Korpus, una unidad del ejército de liberación yugoslavo. Entre las víctimas se encontraba Guido, el hermano menor de Pasolini. El golpe fue durísimo, pero no impidió a Pier Paolo afiliarse poco después al partido, con el que siempre mantendría unas complejas relaciones de respeto, crítica y nostalgia. Cuando Pasolini tiene 26 años, en una confesión, un niño declara al párroco haber mantenido relaciones sexuales con el poeta. El cura acude a la sede de la Democracia Cristiana para, saltándose el secreto de confesión, acusarle. La DC aprovecha el caso para criticar la corrupción comunista y el PCI toma distancias mostrando su incomodidad: “En el invierno del 49 huí con mi madre a Roma, como en una novela; el periodo friulano había terminado”, asume el autor. En el 50 ya se traslada a Roma, la ciudad de su madurez, la ciudad que recorría en busca de ese subproletariado que idealizaba y que amaba, en todos los sentidos: mamá Roma. Doctor en Letras, profesor de Instituto, poeta friulano, Pasolini da, por fin, un paso más: escribe Ragazzi di vita, su primera novela. Cierta crítica dirá, recuerda Roberto Laurenti en En torno a Pasolini (Sedmay, 1976) que se trata de “un caso singular de sincera vocación traumática hacia lo subhumano, que se traduce en la frialdad inerte de un trabajo etnológico, de un procedimiento narrativo, todo construido y artificial”. Y en parte tienen razón. Ha hallado los tres elementos que configuran la vida sottoproletaria y sobre ellos girará: “hambre, sexo y dinero”. Sufrió una denuncia por obscenidad pero también mereció el Premio Colombi-Guidotti de 1955, como dos años después Las cenizas de Gramsci, una serie de breves poemas jergo-dialectales, recibió el Premio Viareggio de 1957, y en el 59 Una vida violenta, su segunda novela, el Premio Crotone, y el Chianciano, en 1961, por su libro de poemas La religione del mio tempo. No es un desconocido ni se le ningunea. Se reconoce su obra, se le invita a la India para homenajear a Tagore, un escritor al que apenas había leído y no apreciaba, circunstancia que aprovecha para escribir El olor de la India, un hermoso libro, pero un libro, no nos engañemos, de “turista”, y comienza su obra cinematográfica: Accatone (1961). Es un intelectual, es decir, un burgués, repleto de contradicciones que le atormentan, enamorado de un subproletariado en el que encuentra cosas que él a menudo pone previamente, un nostálgico y, también, un espectador pavorosamente lúcido de la realidad de su época.

Mereció muchas acusaciones, algunas infundadas, otras no tanto.

Poeta civil, se ha dicho de él que era un antiiilustrado, pero no un reaccionario, aunque a veces parezca más un ilustrado reaccionario. Influido por la semiótica de Peirce y la lingüística de Saussure (Silvestra Mariniello, Pier Paolo Pasolini, Cátedra, 1999), Pasolini, en sus contradictorios escritos sobre cine, proyecta llevar a cabo una semiología de la realidad a partir del cine; aún más, “desde hace tiempo tengo la ambición de escribir una Filosofía del cine consistente en la inversión del nominalismo: no ‘nomina sunt res’ sino ‘res sunt nomina’ [… ] En suma, la realidad (espiada por el cine) es un ‘conjunto’ cuya estructura es la estructura de un lenguaje”. No llegará a tanto, no tendrá tiempo o lo dedicará a intervenir asiduamente en los medios de comunicación con constantes escritos polémicos, con denuncias, cartas y réplicas, los textos que le muestran como un intelectual que no pierde ocasión de tomar la palabra para decir lo que piensa. Ese intelectual que ahora nos ocupa. A comienzos de los años 40, en plena guerra, publica unos artículos –podemos leer algunos en Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas (Errata naturae, 2014)- sentimentales, poco agresivos, sin carácter, pero que ya apuntan a algunas de sus constantes. Más adelante colaborará asiduamente con la prensa comunista con sus “Diálogos con Pasolini” en Vie Nuove, mas, tras Poesia in forma di rosa (1964), tras la aparición del Grupo 63, Passolini parece algo estancado literariamente, dedicado sobre todo al cine, y en el año clave de 1968 comienza una nueva serie de colaboraciones que evidencian su distanciamiento del PCI. Ahora escribirá para Tempo, cuyo semanal alcanza grandes tiradas, en una sección que titula “El caos”, y subtitula “Contra el terror”. Las críticas de los comunistas no tardan y le acusan de connivencia con la burguesía y pronostican que acabará escribiendo en el Corriere della Sera, órgano de expresión por excelencia burgués, como, en efecto, haría. Por ello el escritor comienza su colaboración, anunciada como la más relevante tras la de Curzio Malaparte, con una explicación en la que se defiende como persona pero aclara su uso cínico del medio como intelectual. Son tiempos de enormes cambios, los cambios que Pasolini denunciará y criticará con obsesiva reiteración y que preludian los textos “corsarios” de los años 70: contra la “homologación”, contra la burguesía, contra el consumismo, contra la masificación, contra el desarrollo… En realidad los temas serán siempre los mismos y, en verdad, los argumentos también, solo que Pasolini va desesperanzándose cada vez más, se siente más solo, le disgusta más lo que ve, cree que nadie le comprende y arremete con más virulencia. Enclaustrado en un edipismo que Moravia le reprocha y él acepta, preso de sus propias arbitrariedades o gustos, desprecia la sociología, esa ciencia, cómo no, burguesa, y se queja, sin embargo, si se alude a su vida: defiende su integridad, su inconsciente, es un “feto adulto”, “una fuerza del pasado”, y, sin embargo, exige racionalidad, ante todo racionalidad, del mismo modo que clama por los derechos civiles al tiempo que mira con malos ojos el divorcio o, como veremos, se escandaliza ante la legislación del aborto despreciando el feminismo. Acude con su Alfa Romeo 2000 a los suburbios romanos en busca de chavales con los que mantener relaciones sexuales a cambio de un regalo, esos chicos auténticos, “alegres”, distintos, que le excitan, pero se echa las manos a la cabeza y despotrica contra la tolerancia porque observa por las calles de la ciudad a chicas “disponibles” para cualquiera. Y no se refiere a prostitutas adolescentes, como el lector podría suponer, sino a jóvenes que Pasolini, obsesionado con la castidad femenina, interpreta que están dispuestas a gozar con quien les parezca oportuno: ¡una barbaridad, el final de un mundo, una revolución antropológica asociada a la funesta manía de los jóvenes de dejarse crecer el pelo! Y es que “Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas”, el artículo publicado en Tempo el 16 de julio de 1972 y que Errata naturae ha escogido como gancho de su antología, no es un título irónico ni provocativo: es un resumen de lo que, en efecto, Pasolini piensa y desarrolla en un artículo que acaba con la neurosis y ¡Ulrike Meinhof! No es una broma: Pasolini nunca bromea. Es un trágico, como señala Pietro Barcellona en “Todos estamos en peligro”, su contribución a Visiones de Pasolini (Círculo de Lectores, 2006).

El Decamerón

El Decamerón

Sería absurdo negarle a Pasolini la lucidez de haber visto lo que casi nadie en su momento atisbaba, de anticipar un futuro que hoy, en buena medida, es presente, pero tampoco se le puede, sin más, dar la razón. Anclado en la cultura de la resistencia antifascista, percibe con pavor cómo el viejo fascismo ha devenido un nuevo modelo mucho más pregnante, más profundo y difícil de combatir, pero, sencillamente, no se puede volver atrás. Critica, lógicamente, el estalinismo pero mira con complaciencia el retorno al campo de la revolución cultural china; ha leído a Marx, pero no ha hecho caso de sus advertencias frente al lumpemproletariado ni su crítica del “idiotismo ruralista”. Los viejos fascistas, la anquilosada Iglesia que le apoyó, eran fáciles de identificar: se estaba en contra. Ahora las cosas son más complejas, el poeta no distingue “físicamente” a los neofascistas de los demócratas, el Vaticano ha tirado la toalla y se arrastra a rebufo de los poderosos: Pasolini ya no encuentra ni siquiera las caras que le gustan. Es un luterano que escribe cartas, un corsario que advierte, sin embargo, contra el caos, un revolucionario de no se sabe muy bien qué revolución. Es una contradicción que irradia fuerza.

Salo

Salo

Una de sus célebres polémicas atañe al aborto, un asunto complejo que con frecuencia nubla la razón y que en España sigue dando guerra. Pasolini tiene el “deber” de intervenir y el derecho de pensar a contracorriente de lo que se supone la izquierda habría de defender, pero su alegato hace aguas víctima de sus permanentes contradicciones que, en ocasiones, llegan a cancelar sus mismas propuestas. El 19 de enero de 1975 aparece en Corriere della Sera “Estoy en contra del aborto”, recogido en sus Escritos corsarios (Monte Avila, 1978) como “El coito, el aborto, la falsa tolerancia del poder, el conformismo de los progresistas”. Ahí es nada. Están a debate los ocho referéndums propuestos por el Partido Radical, y ahí aparece el aborto. Comienza Pasolini afirmando la sacralidad de la vida. De acuerdo. A continuación acusa a los radicales y a “todos los abortistas democráticos más puros y rigurosos” de referirse a la Realpolitik y, por lo tanto, recurrir “a la prevaricación ‘cínica’ de las situaciones de hecho y del buen sentido”. Y, en seguida, empieza a desbarrar: “El aborto legalizado, es en efecto –acerca de eso no cabe duda– una enorme comodidad para la mayoría. Sobre todo porque haría más fácil el coito –el acoplamiento heterosexual– para el cual no habría prácticamente más obstáculos. Pero esta libertad del coito de la ‘pareja’ tal como es concebida por la mayoría –esa maravillosa discrecionalidad en lo que le concierne– ¿por quién ha sido tácitamente querida, tácitamente promulgada y tácitamente introducida, de manera ya irreversible en los hábitos? Por el poder del consumo, del nuevo fascismo”.

Ante Moravia admite su “traumática” sexofobia, su defensa de la virginidad y la castidad de la mujer.

A continuación se remite a la eutanasia, a la ecología y, sobre todo, al coito, a la heterosexualidad, evidentemente, a la culpa y a la conciencia, para concluir de forma pasmosa: “Finalmente: muchos –privados de la viril y racional capacidad de comprensión– acusarán esta intervención mía de ser personal, particular, minoritaria. ¿Y bien?” Alberto Moravia fue uno de esos individuos poco viriles y racionales, incapaces de comprender, que le replicaron, y el 30 del mismo mes Pasolini contesta a las críticas de su amigo primero dándole la razón: admite su “traumática” sexofobia, su defensa de la virginidad y la castidad de la mujer, pero, resulta que, a pesar de la conclusión de su primera intervención, eso no tiene nada que ver con sus razonamientos, son una especie de golpes bajos, personales, y vuelve a apelar a sus temas de siempre, sin añadir ningún argumento sólido. Se pueden aportar razones de peso para discutir sobre el aborto, como las que presenta Peter Singer, por ejemplo, pero lo que Pasolini hace es algo distinto. Como le ocurre en su diatriba “contra el pelo largo” y en otras tantas ocasiones, Pasolini parte de una aversión personal o de un deseo y trama un discurso ideológico-pasional que, a la postre, se distancia enormemente del punto de partida, derivando profecías o valoraciones que pueden ser acertadas o no, pero que no se desprenden del dato inicial. Franco Cassano, en su contribución al ya citado libro Visiones de Pasolini, lo resume así con acierto: “el oxímoron de una vida”. De una vida trágica, como apuntábamos. Le acompaña el escándalo, de los bienpensantes y de los izquierdistas: unas veces la Iglesia le apoya y otras le rechaza, en el 68 defiende a la policía de esos jóvenes burgueses, hijos de burgueses, que combaten; siente nostalgia de otra época, de otro mundo, y el que se avecina le aniquila. No es de extrañar que su última película sea un auténtico vómito en el que arroja toda la crítica visceral y racional que alberga. Su Saló no es solo la crítica de un fascismo ya pasado, pues Pasolini siempre intentó alertar de que ese ya no era el enemigo, que ahora el fascismo era otro, como intentó desligar, sin conseguir aclararlo del todo, desarrollo y progreso, sino, como aclara Eduardo Subirats en Proceso a la civilización (Montesinos, 2011), la denuncia de “una humanidad que se devora a sí misma”, y de sus idiotizados espectadores: nosotros. Todos estamos en peligro. “Pasolini crítico de la modernidad, de la homologación, del fascismo como embrutecimiento y pasividad de la ‘masa’, como culto de la violencia sin objeto, como conformismo gregario de cuartel; crítico del presente en nombre de un pasado heroico de ‘pecadores inocentes’ como los campesinos y los nuevos proletarios de las barriadas. Pasolini antiilustrado pero no reaccionario, con su afanosa búsqueda de la fuerza de las pasiones y la inteligencia de los débiles y los marginados. Pasolini inquisidor de la Democracia Cristiana, pero distante del Partido Comunista Italiano y de sus tácticas, redescubridor de lo sagrado como ‘lugar’ de lo originario de la existencia y de la polis. Pasolini testigo de un cambio antropológico que nos afecta a todos”, resume Pietro Barcellona.

Quizás iba para santo y quedó en casi mártir.

Las imágenes de su cadáver son estremecedoras. El ensañamiento de su asesinato, la brutalidad de los golpes, su intento de huida, el coche que atropella su cuerpo aún con vida, las intrigas, los rumores, los datos contradictorios de un caso cerrado pero abierto en la conciencia de muchos, rubrican una vida y una obra siempre al límite, contradictoria, atípica, insatisfecha y hambrienta. Ninetto Davoli, uno de sus actores fetiche, incrédulo por la estupefacción de los periodistas, tras el brutal asesinato declaró ingenuo: “¿Por qué asombrarse?, en Roma se mata”. Era cierto, en Roma se mata, y la noche del 1 al 2 de noviembre de 1975, en la ribera de Ostia, habían matado a Pasolini. “Todos estamos en peligro”, constataba en la entrevista que, unas horas antes, había concedido a Furio Colombo. Da miedo.